LA MULTA
Hoy no tenía ganas de caminar así que decidí sacar el coche del garaje. Caía una lluvia impertinente, de estas que parecen que no pero sí, con lo que a lo bobo acabas empapadita de arriba abajo antes de que tes cuenta. Tenía unas compras que hacer en el centro con lo que busqué un aparcamiento en la hora lo más cerca posible de los lugares de mis quehaceres. Primero debía de ir a llevar unas botas a poner tacones al rapidito. A pesar de su nombre me llevaría media hora como mínimo. Después tenía que buscar unas deportivas y un chándal para Iban y un libro de lectura para el colegio de Jorge. Además entraría en la confitería a por unas rosquillas de San Froilán y unos trozos de empanada. ¡Ah! ¡Qué no se me olvidara!, también necesitaba una boquilla nueva para la trompeta de Jorge, que la última se le había caído al suelo y se había abollado quedando del todo inservible. Todo ello, supuse, no me llevaría más de hora y media. Además el surtidor no me dejaba más de este tiempo para gastar, si no multa al canto. Apresuré la marcha, una vez instalado el tiquet en la guantera del coche, para acabar lo más pronto posible. La lluvia seguía haciendo de las suyas, con lo que tuve que dar la vuelta a por el paraguas que siempre llevaba en el maletero. El rapidito resultó ser lentito y tardó tres cuartos de hora en devolverme mis zapatos arreglados. Las zapatillas de deporte no acababan de ser del todo de mi gusto y necesite tres tiendas para dar con unas aceptables. El chándal lo localicé a la primera, pero la tienda estaba a rebosar y me comí un buen rato de cola para pagar. Las rosquillas, deliciosas ellas, se habían acabado y tuve que ir a otra confitería más lejana. Un capricho es un capricho. Y la boquilla... ¡vaya lío!. Que de qué marca era la trompeta, llamada a casa, que si qué modelo, llamada a casa, que si no la tengo y habrá que pedirla a fábrica, pues ¡pídala de una vez leches!. Total dos horas. Dos largas horas.
Recordé que mi coche seguía estacionado en La hora. Mi euro y veinte céntimos habrían expirado haría ya treinta minutos mínimo. Probablemente estaría aún a tiempo de meter más dinero o simplemente de marcharme para casa. La verdad es que el día estaba para pocas fiestas, así que aceleré el paso bolsas en mano para tratar de resarcir el tema de una probable multa de aparcamiento. A lo mejor tenía suerte y con esto de la lluvia la pareja de dos aún no se habían pasado por allí y el apurón que me estaba dando estaba siendo en balde. Noté como un hilillo de agua me corría por las espalda, no sabía si del carrerón o de la lluvia que ahora se había puesto de uñas y caía de lo lindo. Para colmo de males, la botas me hacían agua y lo acababa de descubrir en ese mismo momento. Entonces los vi. La pareja de dos acercándose a mi coche con muy malas intenciones. Traté de cruzar como pude por donde no debía para agilizar la marcha y un gamberro me puso perdida de arriba a bajo amén del riesgo de atropello. Todo fuera por no pagar una multa. Odiaba las multas pero ¿quién no? aunque lo mío con ellas era inquina. Una desazón inexplicable atravesaba mi cuerpo provocándome tembleque, tartamudez y flojera de piernas cuando me multaban por alguna razón. Creo que se trata de un trauma... algo de la niñez que supongo tiene que ver con "niña mala, castigo al canto". No sé, algún día a lo mejor he de tratarlo.
Cuando me acerque el mal ya estaba hecho. El papelito descansaba orondo y feliz sobre el cristal de mi coche aprisionado en una complicidad calmada con el parabrisas. Miré a la pareja con cara de circunstancias, meneaban la cabeza dejando bien claro que una vez puesta una denuncia esta era inamovible. Les debió de dar tanta pena la visión que representaba, empapada de arriba a abajo a pesar del paraguas, el pelo pegado a mi cara, sucia de barro por lo del gamberro, con las bolsas de la compra en la mano, exhalando e inhalando al compás de la música heavy más heavy, que acabaron por explicarme que como no habían pasado más de quince minutos desde que se había producido la denuncia, podía recurrirla en las oficinas, que aún no eran las siete y media, y que si me daba prisa a lo mejor llegaba a tiempo para que me la resolvieran. Pregunté donde quedaban las oficinas de marras y me contestaron que a la vuelta de la esquina justamente. Miré la multa. Yo sabía que eran siete euros, que estaba cansada y que quería irme a casa, pero una vez la tuve en la mano algo superior a mí misma me arrastró hacía las mismas una vez más a la carrera más exacerbada ya que tan solo quedaban cinco minutos para que estas cerraran. Lo conseguiría. Corrí y corrí mientras la lluvia caía sobre mi cara. Me había desprendido del paraguas para ir más rápido, de las bolsas, de las rosquillas, del honor... y llegué justo cuando las estaban cerrando. Supliqué sin pudor alguno que me atendieran y ellos viendo mi patético estado accedieron tan solo para decirme que si quería pagar allí mismo estaba en mi derecho, pero que lo podía haber hecho directamente sacando otro tiquet (previo pago) de la máquina para anular la infracción y metiéndolo en el sobrecito que a propósito para ello te dejaban allí agarrado a el parabrisas. Además, me explicó el buen hombre, el ir allí con la primera multa en mano dejaba la posibilidad abierta para otra segunda multa, a no ser que hubiera sacado otro tiquet o hubiera movido el coche del lugar.
Corrí y corrí de nuevo pero fue en vano. Allí tenía la segunda multa de la tarde.
Cuando entré en casa mi marido y mis hijos me miraron atónitos ante el decadente aspecto que presentaba.
Alguno de ellos, no sé quién fue, tuvo a bien aconsejarme que para otra vez que tuviera que hacer recados en un día tan perro sacara el coche del garaje, que para eso estaba.
©Concha González.