lunes, 30 de abril de 2012


ETÉREA PERMANENCIA

 Me encuentro insondablemente aferrada a mis recuerdos.
Recuerdos espinosos e hirientes como los agrestes zarzales del campo.
¡Que curiosa es la memoria!  En su afán por encontrar la eterna felicidad, trata taxativamente de borrar con automático desgaire, esos ayeres susceptibles de entorpecer tus prometedoras mañanas, manteniendo en enhiesto cenit aquellos otros que apuntalan fuerte futuras ensoñaciones, que cauterizan cruentas heridas de guerra, que hacen palanca para lanzarte pletórica y con firme seguridad a devorar el mundo.
Pero yo, aún me encuentro fuertemente aferrada a mis facundos recuerdos.
Estos caen silenciosamente atrapados en mi atormentada alma, adhiriéndose sin posibilidad alguna de  escape, como inermes insectos en falaces telarañas.
Permanezco sin resuello en un aquiescente estado de insidiosa  abulia, barruntando un inevitable final,  esperando pacientemente la llegada de una salvadora catarsis para subterfugio de esas tenaces rememoraciones que me están matando, y así escapar serpentinamente a sus fríos desaires y  ardorosos desvelos.
Permanezco mortalmente herida y con irreversibles secuelas, tratando a duras penas de avanzar sin miedo, pero temerosa de sufrir de nuevo.
Me encuentro pues, anclada a mis recuerdos secretos, vaga e intermitentemente custodiados por mis estultos anhelos. 
Concha González©

viernes, 27 de abril de 2012


LA CURIOSIDAD MATÓ AL GATO

Podía oírla claramente desde mi interior. Ese interior que todos tenemos y que parece solo tuyo, pero que al final de los finales nunca es así y acaba  perteneciendo también al mundo.
En el exterior reinaba una sinuosa ley, "La Ley del Silencio",  tan solo rota de vez en cuando por unos llantos ahogados que simulaban  no expresar nada tras su mutis, pero que  aullaban, gritaban y clamaban tras su silente existir, todo lo que tú quisieras escuchar. Y yo quería escuchar, quería saber qué atormentaba a esa persona que a lo largo de meses y meses de compartir faena conmigo se había convertido en una buena amiga para mí y mi familia, quería ayudarla mientras una conciencia algo sabelotodo de mí mismo nombre me llamaba cotilla tediosa y espía del tres al cuarto.
Pero mi interior conseguía alzar su voz tapando la de mí escudriñadora conciencia  para  decirme suavemente al oído:
Sus ojos caídos anuncian vergüenza.
Sus manos nerviosas expresan cautela.
Sus mejillas pálidas gritan un dolor que el mundo casi nunca comprende en toda la inmensidad con el que atormenta.
Su mesa contigua a la mía, exhalaba circunstancias, casi todas adversas. Y yo, mientras tanto, alcanzaba a sentirlas pululando por mis alrededores. Confinarme en mis cuatro sentidos, dentro, fuera, arriba y abajo y esperar. En casa me aconsejaban no inmiscuirme, no intervenir donde nadie me había llamado, no destapar lo que a lo mejor o peor no existía excepto en una imaginación ávida de emociones. Aún con todo eso, yo no podía por menos de espiar, augurar y barruntar que algo secreto y mórbido se ocultaba bajo esos ojos, manos y mejillas. Algo oculto bullía bajo esa superficie de mujer perfecta, eficiente, metódica, atractiva…y yo podía olerlo, tocarlo, palparlo y si era necesario aplastarlo. 

Fue un buen día que tuvo que irse de repente debido, según sus propias palabras, a una  súbita indigestión cuando aproveché para seguirla. Por supuesto fingí una salida absolutamente necesaria al banco. Cogí unos papeles cualesquiera, los metí en mi carpeta y procedí  a pisarla casi literalmente los talones. La persona objeto de  mi investigación bajó a la calle, cruzó de acera, volvió la esquina, entró en un bar, pidió un café, miro su reloj tres veces y tres veces suspiro. Fue, supongo, al baño, bostezó y por fin pagó. Sonreí para mi interior. Primera pista descubierta: no estaba indispuesta. Nadie se toma un café con una indigestión ni anda de bares tan frescamente en semejantes circunstancias. Habría sido una farsa, una escusa para escabullirse del trabajo a media mañana.
Salió del bar y siguió taconeando por todo lo largo  de la calle hasta llegar al final de la misma. Allí se paró y encendió un pitillo. Prosiguió su caminata hasta llegar a una fuente de la que bebió un sorbo de agua. Continuó hacía abajo hasta desviarse, y yo con ella, casi por completo de la ciudad. Sonreí de nuevo. Segunda pista: se aleja de la ciudad por alguna razón de peso. Llegados a este punto comencé a sentir una curiosidad alarmante, casi imposible de soportar, una subida de  impetuosa adrenalina  que  se  entremezclaba homogéneamente con un miedo incipiente próximo a manifestarse, pero aún enjaulado por en el sentimiento morboso del cotilleo más exacerbado, la sutilidad de la astucia y la precaución de la  sensatez.

Y aquí finaliza esta historia. Mi historia. La  historia de una mujer felizmente casada, buena compañera, trabajadora hasta la extenuación, aunque eso sí, un poco curiosa. Así fue como descubrí que mi marido me engañaba con otra, mi compañera de mesa contigua. Así fue como  dejé de hablarme con mi compañera de mesa contigua. Así fue como me despidieron del trabajo alegando deslealtad hacia la empresa por  abandono de puesto con mentiras y engaños en plena jornada laboral. Lo único satisfactorio de todo este asunto es que una empresa de detectives privados  me ha puesto a prueba para seguir a parejas que no gozan lo que se dice de plena confianza y creo que me va a ir muy pero que muy bien.

Concha González©

jueves, 26 de abril de 2012



BAJADA DE BANDERA

Las venas y arterias de la gran ciudad estaban colapsadas. Coches, autobuses, motos, semáforos así como toda clase de artilugios móviles pensados y fabricados para acercarnos las inevitables distancias, pululaban de un lado para otro vertiginosamente, como si la vida que no poseían les fuera en ello. Ante esa situación no quedaba otra que coger un taxi. Coches de alquiler con conductor incorporado que por un precio razonable te transportaban al punto elegido en tiempo y forma. Yo ya nunca sacaba el coche del garaje. Para que. Era materialmente imposible tratar de conducirlo  en esa ciudad de locos. La última vez que lo intenté  me lo  llevó la grúa, la anterior alguien me rompió el espejo retrovisor, en otra ocasión me  robaron  la documentación y así sucesivamente. Por todo ello había claudicado desde hacía mucho tiempo de sacarlo a la calle. 
Alcé la mano y un taxi paró casi de inmediato a mi lado. Siempre me sorprendió el modo de funcionamiento de este sistema  de comunicación. Europa, Asia, África, América y Oceanía utilizando un lenguaje único por fin, un lenguaje donde el castigo por lo de  la torre de Babel no había llegado. Curioso sistema este del alzado de mano. Puro uso del sentido común del que hacemos gala los humanos en un simple gesto para contratar con otra persona un servicio, en este caso en concreto un viaje. Sentido común que es el más común de los sentidos. De repente recordé algo. Había salido a toda prisa del estanco porque no tenía con que pagar el tabaco. Había olvidado la cartera en casa  por la mañana temprano  y por ello  no había podido tomar mi consabido café con leche y porras de media mañana. Por el mismo motivo no había podido fumar mi  habitual cigarrillo después  del consabido café con leche y porras de media mañana, y para colmo había tenido que caminar durante media hora para llegar al trabajo, con lo que lógicamente  había llegado media hora tarde. Ahora me encontraba sentado en un taxi que no podía pagar porque al llegar al trabajo recordé que había sido despedido por falta de puntualidad hacía ya  meses y que no ya tenía empleo, pero sí  una hipoteca que pagar, tres hijos, una ex esposa así como  una pequeña deuda de juego, con lo que aunque fuese a por la cartera, esta estaría vacía y seca como la mojama. Pero había sido bonito ver como el taxi obedecía atentamente al alzado de la mano, había sido muy bonito acariciar su asiento y entablar una pequeña conversación a través del cristal separador con su conductor, ver bajar la bandera y recordar aquellos tiempos en los que fue una persona normal tratando de llegar puntual al trabajo y no el fracasado en el que se había convertido. Recordó también que su coche ya no estaba en el garaje, pues ya no tenía ni casa ni garaje,  ni por supuesto coche y que su mujer se había llevado a sus hijos lejos, muy lejos, pero no sabía muy bien adonde y entonces se dio cuenta de que el taxista le miraba apenado mientras le decía: “Juan, es la última vez que te saco de aquí. La próxima vez será lo que Dios quiera...”
En un rapto de lucidez observé que ese hombre se parecía a mi hermano, su coche no era un taxi, y que la jeringuilla que sostenía en su mano hacía muy pocos segundos la había sentido clavada en mi brazo.
Concha González©