viernes, 22 de julio de 2016



UNA VEZ EN LA VIDA

Había llegado el momento. Mí momento. 
Después de llevar años  percibiendo ese sonido arisco y punzante en manos de las mayores, después de percibir  la altivez de sus andares cuando portaban esa  mortífera arma de  frío y dolido tacto. Después de sentir y presentir de un modo inevitable el amortiguado eco residual que lloraban las paredes cada día,  después de caminar por esos amplios pasillos recargados de imágenes y cruces de madera, en fila india, emparejadas, o en grupo, después de todo eso, el sueño de deambular por ellos en solitario, sin más presencia de humana apariencia que una tímida virgen niña flaqueando la esquina norte o aquella inevitable e impertérrita imagen de Santa Joaquina, prodigada por doquier, ese sueño, por fin, se haría realidad. 
Mi apellido, Pacheco,  me había relegado al los últimos turnos, y, fue a penas por una única letra que casi zanjo esa parte de mi vida sin acariciar ese sueño, esa sensación de libertad, de victoria, de poder. Lástima me daban las Ramos, Rubio, Vidal o Zapatero, lástima. Pero durante una semana entera, una semana con sus cinco días, mañana y  tarde, y haciendo gala de una puntualidad inglesa y de una presupuesta y recién nacida responsabilidad, mi reloj de cuerda, regalo de mi padrino, sería el encargado de ponerme en situación de las horas en punto, y yo, a su vez,  la encargada de que la venerada campanilla de bronce siciliano se pasease por cada recodo de la ilustre congregación de religiosas, anunciando el final de cada clase, y, eso, teniendo en cuenta que éramos ciento cincuenta alumnas entre los tres octavos, tan solo ocurría una vez en la vida.

©Concha González.
Imagen de la red.