viernes, 1 de mayo de 2015


FESTINATE

Era tarde. Siempre lo era. Aquella prisa insidiosa se insertaba entre los huesos y la soledad de las premuras, con un único sentido: no dar tregua.
Así comenzaban los días. Todos y cada uno de ellos. 
Primero: el despertador. Este hacía su trabajo tan impecablemente, que a las siete en punto comenzaba a dar el alarido de Tarzán, con el que fue programado en algún punto lejano del planeta.
Segundo, la ducha. Treinta y cinco grados justos. No obstante para ello había adquirido en un centro comercial de gran renombre, un artilugio para tal efecto: medir la temperatura del agua con exactitud inglesa.
Tercero: lavado de cabeza, enjabonado corporal, undostrescuatrocincoseissieteochonueve y diez, fuera jabones. Sus mecánicos movimientos le hacían parecer un robot disciplinado. No existía en su lenguaje la palabra improvisación.
Aun así, era tarde. Siempre lo era. ¿Cómo llegar sin dilaciones a todas y cada una de las ocupaciones de su vida?
Cuarto: el desayuno que, como no podía ser de otro modo, consistía siempre en lo mismo por el tema de los tiempos exactos. Un té verde (por lo de los antioxidantes), un yogurt desnatado con 50 gramos de muesli de frutas (por lo de los carbohidratos y el calcio), y el zumo de dos naranjas (por lo de la vitamina c) con toda su pulpa inmersa en el líquido opaco, semejando a unas asesinas arenas movedizas.
Quinto: la ropa que, sin duda alguna, era el ritual de la coronación de algún Rey de Asia. Tenía dispuestos una serie de uniformes a tal efecto, todos ellos muy apropiados, muy incoloros, muy desapercibidos. Trajes chaqueta en gama de grises, negros en gama de negros. Camisas discretas, corbatas discretas, y chaquetones discretos. Por supuesto siempre y sin excepción: calcetín y zapato negro. Esta selección de fondo de armario, además de resultar muy conveniente en cuanto a aspecto físico, era muy eficaz en cuanto ahorro de tiempo. No tenía que pensar. Comenzaba siempre por los calcetines, hasta finalizar por los zapatos, ni un movimiento erróneo despistaba esta tarea cotidiana. De la misma manera, empezaba por los zapatos y calcetines en sentido inverso a la hora de desvestirse. Sin fallos retrasantes de última hora que pudieran hacerle sentir el hombre más desdichado de la tierra.
Pero seguía siendo tarde. Siempre lo era. Su vida se había convertido en un plan perfectamente maquinado con un único fin: el de robarle tiempo al tiempo. Jamás hablaba con nadie algo que no fuera pertinente o estuviera dentro de su mental agenda organizadora, ni tampoco discutía de fútbol, política, cine, o cualquier otra cosa, porque la prisa cotidiana, “su prisa cotidiana”, no se lo permitía y porque hacía ya tiempo que todo el mundo le ignoraba.
Sexto: salir de casa siempre a la hora exacta o un poco menos si los tiempos se lo permitían, y conducir por el mismo sitio a la misma velocidad, hasta aparcar en la  misma plaza de parking que nadie más lograba alcanzar, pues él era y sería el primero en llegar cada día. Todo era cuestión de organización.
Séptimo: el retorno a casa por el mismo sitio y a la misma hora. Solo los martes hacía una pequeña parada de 10 minutos máximo, para repostar. Solo los miércoles hacia una pequeña parada de 30 minutos en el supermercado, para reponer existencias. Solo una vez al mes, peluquería. Todo lo demás, lo adquiría a través de Internet por pay pal, robando horas al sueño.
Los fines de semana tenían la facultad de ponerle nervioso. El desasosiego se adhería a su piel cuando San Viernes amenazaba con aparecer, y lo mantenía en danza hasta que Tarzán tenía a bien llamarle entre alaridos. Así que, por bien de su serenidad mental, comenzó a realizar las mismas actividades metódicas de lunes a viernes, con excepción de aquello que atañía  a su oficina, la cual  se encontraba cerrada. Durante esas ocho horas, decidió calmar su voraz apetito de robarle tiempo al tiempo, ofreciéndose como voluntario de una ONG que se encontraba en el edificio contiguo a su despacho. Les empezó a llevar todo el papeleo con una diligencia tan perfecta y puntual, que había conseguido hacerse dueño del lugar. Dueño del lugar y de las llaves que le permitían emular con exactitud su   habitual horario de trabajo. 
Era tarde, siempre lo era. Su necesidad de tener todo para ayer, empezaba a cubrir de canas su mirada y de arrugas su rutina. Los recuerdos lo empujaban clandestinamente, siempre entre retazos de perezas irreflexivas, hacia tiempos sin tiempo, sin Tarzanes ni alaridos,  sin silencios víricos.
Tarde para volver a comenzar de cero y evitar aquel portazo que aún retumbaba entre sus miedos.
Tarde para descubrir entre las horas del día, algo más que eficacia.
Tarde para distraerse entre sueños y caricias robadas.
Tarde.


©Concha González.
Imagen propia.