domingo, 30 de marzo de 2014



DOMINGO


Por fin llegó el domingo. Desde que mi madre mi había comprado esos botines de cordones "enca el ti Morán",  no pensaba en otra cosa más que en estrenarlos. Lo reguapa que iba yo a estar con ellos puestos. Tenían una suela de tocino de varios centímetros de altura y eso los hacía más interesantes. Nunca antes había usado calzado de tacón, pero como había ensayado a caminar con los de mi prima Juli en numerosas ocasiones, no habría lugar a las caídas y estornincones. 

Jamás se estrenaba algo si no era domingo, algún evento o fiesta de guardar, aunque, en realidad, el día  de obligatorio estreno era el "Día de Ramos". De hecho era famoso el refrán popular que lo avalaba: "El que no estrena el domingo de Ramos, le cortan las manos". ¡Cualquiera no estrenaba con semejante amenaza!

La verdad es que los domingos me encantan. Primero nos vamos a misa de doce en "El Salvador" y después nos gastamos  los cuartos en chucherías de todo tipo en la tienda de debajo de los soportales. De un tiempo a esta parte además de atiborrarnos de dulces, también nos vamos a tomar un mosto al "Gris", que es donde se reúne toda la peña.  Llegados a este punto ya no solemos tener ni un duro, así que seguimos de ronda por los bares de moda pero sin consumir nada. A veces si vemos que desde la barra nos miran mal, una de nosotras (la más precavida y ahorradora) pide algo y el resto miramos como se lo bebe y así disimulamos. Veinticinco pesetas a la semana es lo que tiene, que apenas dan de sí, mucho menos aún si te dejas de reserva cinco de ellas para comprar un donut (solo uno) algún día de esos suertudos, y así darte un homenaje (a hurtadillas, que lo de convidar a los amigos con un donut tiene mucho peligro) a la hora del recreo.

Por la tarde volvemos a quedar. Casi siempre a eso de las siete nos vamos a recoger las unas a las otras de casa en casa, y a pesar de que nunca jamás establecemos una cita previa,  todas sabemos que esa es la hora del asunto. Tampoco nadie decide acerca de quien empieza el recorrido de la recolección, pero de alguna manera mágica siempre acabamos encontrándonos. Entonces es cuando nos vamos a la disco, a la sesión primera que es gratis. A la segunda solo van los mayores porque es muy tarde y porque además cuesta 100 pesetas la entrada, aunque algunas veces para las chicas también es gratis. Una vez nos quedamos pero no nos gustó nada de nada. Salimos de allí casi según entramos, porque no había más que viejos. ¡Vamos, solo carcas!

A eso de las diez y media nos volvemos a casa. Si a alguien le ha sobrado algún duro (la más precavida y ahorradora otra vez), compra unas pipas y las reparte entre todas. Así con ellas en la mano y escupiendo cáscaras a modo de proyectiles, dilucidamos quién miro a quien, que si Nistal cada día está más bueno, que si Fernando se ha liao con la Almu y vaya lote que se estaban dando en el reservado y que en el agarrao, el surtido de hoy había sido muy escaso y repetitivo.
Yo miro mis botines de suela de tocino y sonrío. El próximo domingo me los pondré de nuevo.

©Concha González.
Imagen de la red.

domingo, 16 de marzo de 2014

NIÑEZ


(Imagen propia  y real de los protagonistas del relato)

NIÑEZ


Érase una vez…


Siempre me gustó leer. Desde bien pequeña descubrí que tras esos jeroglíficos extraños, que a veces incluso ni lograba comprender, se encontraban las más apasionantes de las aventuras, las historias más profundas, increíbles viajes virtuales a otros mundos y otras tierras. Se encontraba la emoción.

Aguardaba la llegada de los sábados como quien aguarda por las aguas de mayo. Era percibir esa exhalación a día de asueto y, mis ojos se abrían como si dispusieran de un resorte mecánico contra perezas indisciplinadas para segundos más tarde, tirarme  de un salto y subir la persiana de mi habitación con una única misión: la de leer y releer mi colección de cuentos, mi tesoro.

Poco a poco con ilusión y tesón logré reclutar bajo mi mando un buen número de ellos, ya que cada vez que alguien me ofrecía un regalo mi respuesta siempre era la misma: un cuento.

Los tenía de todo tipo y forma, algo realmente increíble teniendo en cuenta la escasez de la época, y de que vivíamos en un pueblo de provincia donde las cosas llegaban tarde y mal. Mi colección lucía un amplio elenco de pequeñas, grandes, cortas, largas, de pasta dura, de pasta blanda, clásicas y neoclásicas narraciones… en fin, todo un abanico de opciones maravillosas que de lunes a viernes descansaban en el interior de mi mesita a la paciente espera de ser leídos, releídos o descubiertos por vez primera. Eran estos últimos los menos habituales, ya que no era en absoluto frecuente que cualquier nueva adquisición consiguiese permanecer virgen e inmaculada en mi cajón durante mucho tiempo, ajena a la curiosidad de mis infantiles ojos.

El asunto sucedía de la siguiente forma y manera. Primero levantaba, como ya dije, la persiana de la habitación para que entrase una luz que en la mayoría de las ocasiones a penas si se dejaba percibir por lo temprano del día. Después volcaba (en su totalidad) el contenido del interior de los cajones encima de mi cama, y con una paciencia que raramente se asomaba como parte de mis dones, los iba colocando por orden de preferencia. De menos a más. Siempre de menos a más. Entonces  daba comienzo el festín.

Mi maravilloso repertorio contenía títulos como: “El soldadito valiente” (ejemplar que junto a mi prima gané en unos carnavales de La Bañeza por ser primer premio con un disfraz de época cosido en papel cebolla), también obras clásicas como: “Hansel y Gretel”, “Caperucita Roja”, “Tom Sawyer”, “La casita de chocolate”, “La cigarra y la hormiga”, “La liebre y la tortuga”… y cómo no mi favorito entre favoritos: “La Cenicienta”, que como favorito que era, siempre dejaba como colofón a tamaña comilona literaria.
Este ejemplar, en plan barato, había sido adquirido en el quiosco más cercano a mi casa y poseía para mí y sin el menor atisbo de duda,  el don de la magia. Me transportaba a aquellos parajes y épocas de vestidos y peinados  fastuosos, de carrozas brillantes, de ingentes ensoñaciones, y me mantenía por y para el resto de la mañana como en un limbo entre sueños y realidades. De tan releído como estaba, sus portadas acabaron primero despegadas y después cosidas por las manos reparadoras de una madre abnegada y harta de escuchar gimoteos y quejas por tan terrible accidente.

Lo que me apasionaba de todos ellos (y me sigue apasionando) era la abundancia certera de finales felices, ese concluir con moralejas varias que hacían recapacitar incluso a una niña de seis o siete años, y que provocaba que cada sábado no faltase, bajo concepto alguno, a esa cita de primera hora de la mañana con sus amigos los cuentos.

Hoy en día sigo conservándolos. Me encanta de vez en cuando mirarlos y recordar las circunstancias que generaron su adquisición, circunstancias de lo más variopintas que no he olvidado de casi ninguno de ellos. Algunos necesitaron de mucho regateo para conseguir alcanzar esos cajones. Otros, fueron la sorpresa del día procedente de algún familiar que sabía de mis desvelos. La mayoría, todavía desprenden esa magia de sus hojas ajadas y amarillentas, tanta, que reconozco que aún consiguen transportarme  como si fuese ayer, a esos días de cándida niñez, de sábados ociosos, de bendita libertad.



…  un cuento.


Concha González(R)