viernes, 25 de diciembre de 2015



VILLANCICOS

En este tiempo de guirnaldas y ramos leoneses, turrones de confitería, y calcetines de regalo, mi progenitora y yo teníamos un deber inexcusable, deber que, por arte de la tontuna adolescente, nos desapareció al cumplir yo los quince por eso de, "qué corte" y "tanto rollo", que se decía en mis tiempos. Dicho deber consistía en abrir un libro de villancicos ("Hand made mi hermano" allende los maristas) y arrancarnos a cantar como dos locas poseídas por un desconocido (por el aquel entonces como tal) espíritu navideño (ahora a todo se le da una explicación científica y se le pone un nombre).
Nunca se lo dije, por lo de "qué corte y tanto rollo", pero cada año echaba de menos aquellos momentos musicales a dúo, tanto que en algún ataque de síndrome de abstinencia, llegué a cantar a solas y a capela (una fenómena) cuando no había nadie en casa.
Os garantizo que entraba en trance en aquellos momentos de voz y arte. "Arre borriquito", "25 de diciembre", "María María", "Noche de Paz, noche de Amor", y sobre todo y ante todo, el rey de reyes del villancico popular: "Adeste fideles", con el que ya podían aporrear la puerta, quemar el tejado, o iniciarse un terremoto, yo no recibía, el cual ejercía tal influencia en mi persona que, a través de una mano ajena al resto del cuerpo (creo era la mía), se elevaba el volumen a tope del radiocasete de doble pletina (muy cómodo para las grabaciones piratas, aunque antes esto de la piratería era solo cosa de películas y pastelitos de chocolate) hasta llegar a no oírme ni a mí misma. Este, el "Adeste Fideles", lo había conseguido grabar de la radio casi perfectamente (apenas se oía la voz del locutor al final de la canción como era lo habitual) en una cinta original de Manolo Escobar que pululaba por casa, gracias al truquito del papelito en los agujeros. La gente de mi época me entenderá.
Más tarde (siempre a solas, eso sí) incorpore a mi repertorio, (comenzaban las épocas de la anglomanía) otros villancicos tales como "Last Christmas" (I gave you my heart ... - si es que me sale solo-) de Wham, que era la leche (creo que se ha puesto de moda de nuevo) y que gracias a mi año de au- pair en Inglaterra lo bordaba en pronunciación. Y aquel otro que aglutinaba un elenco de cantantes de la élite de entonces y sin parangón hasta hoy: "We are the world", con el que volar era tan fácil... y aunque al principio no fuera del todo un villancico al uso, al final todo el mundo llegó a tratarlo como tal.
Ahora que ya todo tiende a profesionalizarse, eso de canturrear aunque solo sea por casa, me da palo y he preferido contar esta historia en mi blog "Relatando", a grabar un audio y bajarlo al face, no sea que acabéis bloqueandome del espanto y de vergüenza ajena.

©Concha González.
imagen de la red.

jueves, 26 de noviembre de 2015



LA PACIENCIA

... madre, ¿cuándo se muere Don Elías?. 
 _ Esta chica está tonta.- responde la madre agitando la cabeza en señal de disgusto por la estolidez de su curiosona y ocurrente hija.

La niña de nueve años de edad pregunta, sin atisbo de malicia, que para cuándo la muerte del señor cura, un hombre entrado en años pero sin ánimo ni aspecto alguno de querer encontrarse aún con nuestro señor.
La respuesta de la madre  deja a la pequeña con un mohín de disgusto a falta de explicaciones mayores, pues le habían contado que cuando  un cura fallecía, se le sentaba en un sillón de madera torneada,  al estilo del de los obispos, acicalado como para celebrar misa y con un misal entre las manos. Además, Encarnita, su hermana, su  prima y la hermana de su prima aseguraban que después de tenerlo, durante tres días con sus noches, impertérrito y en esa pose, habrían de romperle las piernas para poderlo enterrar como a todo el mundo, o sea, tumbado. 
Su madre, que lo sabía todo, a la fuerza tenía que saber de este asunto también, es decir, sobre la muerte de Don Elías;  para cuándo habría de ser y cómo y, ante todo, si ella tendría participación alguna en tal evento.
Y es que, lo de sujetar al aire lazos de raso blanco cosidos a la pequeña cajita blanca de muerto de algún niño de pecho y de no tan pecho camino del cementerio, acicalada con su mejor vestido, el pelo estirado hasta hacerla llorar de dolor,  con  sus fulgurantes zapatos de charol bien repulidos, herencia de su prima Charito, y marcando el paso de la comitiva fúnebre, era cosa importante y de enjundia, desde luego, mucho más aún para ella que siempre contaba con el honor de ser  de las que figuraba a la cabecera de la caja, pero tan habitual como que lloviera en primavera, nevara en invierno, o achicharrase de calor en agosto, mientras que lo del señor cura  nunca lo había visto y sí Encarnita, su hermana, su prima y la hermana de su prima.

Ya dice su padre que los curas viven mucho y bien, con lo que el asunto de la inevitable espera es casi un hecho. Di tú que Don Elías ya tiene el pelo blanco del todo,  una cojera artrítica severa, así como una silbante tos que semeja  la sirena de la azucarera de tanto tabaco de liar como se ha fumado, con lo que  mucho más tiempo, de seguro,  no habrá de durar.
Cuestión de paciencia.

©Concha González.
Imagen de la red.

viernes, 30 de octubre de 2015




Chuches.
Procedo de aquellos años en los que, cada domingo y fiesta de guardar, te encontrabas a la señora María, la del puesto de chuches, bien plantificada en la plaza, con un gran mandil, pañoleta negra a la cabeza y una variada mercancía, con el fin de ganarse una perras. Ya se empezaban a llevar las tiendas como tal, pero solo la señora María tenía en estas épocas un producto único y extraño (a mis ojos) como era la acerola. Yo las llamaba manzanitas y por cinco pesetas la señora María te ponía con sus manos arrugadas y callosas un gran cucurucho (fabricado "in situ" con algún dominical retrasado). Aún recuerdo ese sabor (tirando a cítrico) esa textura tersa, y sobre todo su especial aroma, algo así como una mezcla entre el membrillo y frutas del bosque.
Después pasaba el tiempo y ya no las volvía a ver hasta el siguiente año, y yo quedaba preguntándome el porqué de que el resto de chuches siguieran apareciendo por su carro, día tras día, menos mis manzanitas deliciosas y aromáticas. Más tarde, la señora María desapareció para siempre y con ella su puesto y las acerolas.
Ayer las ví de nuevo, después de muchos años, en el mercado de frutas de mi pueblo y me quedé mirando para ellas como una niña de ocho años, ¡y nada!.. que hoy me estoy dando un homenaje... por los viejos tiempos de los chuches sanos.
Concha González.
Imagen de la red.

sábado, 8 de agosto de 2015

LA PATRONA



LA PATRONA

En esos largos días (y noches) de agosto yo era feliz. Cuando comenzaban las fiestas de La Patrona, mi casa (la de mis padres) pasaba a convertirse en un auténtico despliegue de medios y modos. La imagen sucumbía a la elocuencia del momento:  mi madre cargada con una sandía de cinco kilos, calada de antemano por el frutero del mercadillo, mi madre con un ejército de patatas, de las nuevas, compradas al tío Benedicto, atún en lata y huevos para la ensaladilla rusa, mi madre con sus montañas de filetes de cadera (bien finos) adobados con ajo, perejil y aceite de oliva, mi madre con sus toneladas de pescadilla para rebozar,  mi madre con tres pollos de corral aliñados en crudo en la cazuela de porcelana roja y haciendo cabriolas para conseguir ubicarlos en dicho territorio adecuadamente, mi madre y sus desayunos de leche a granel de las vacas de la lechera de Ribas de la Valduerna, cola- cao  de lata y galletas María, mi madre, siempre ella, saliendo al paso de todo y  para todos. Los postres  eran cosa de Zorita o Conrado, los pasteleros, y los melones (para cuando se acababa la sandía de cinco kilos) cosa de aquellos vendedores ambulantes de Villaconejos que permanecían durante todas las fiestas en un punto fijo con su romana (trucada) de hierro desgastado.

Era todo un espectáculo levantarse por la mañana y pasear entre  colchones estratégicamente ubicados por los rincones. Mi primo Juan, en slip, roncando a pierna suelta por el descansillo , mi primo Carlos idem por el pasillo del segundo piso, la habitación de las dos  camas niqueladas de uno veinte,  acogía a cuatro personas por las alturas  y a otras cuatro en sendos colchones del mismo tamaño, por las bajuras. Camas  no habría suficientes, pero siempre existía un hueco para un colchón (de lana que pesaban como muerto), con nombre de primo/a, amigas/os de los primos o sobrinos/as.

El momento álgido era la noche antes de la carrera de motos. El timbre hacía uso de su existencia constantemente, pero yo tan solo esperaba expectante el de una sola persona, mi prima Montse.
Cuando esta hacía su aparición, me sentía la persona más feliz del mundo. Aparecía con un macuto para una par de días, y ese par de días siempre prometían ser  intensos. Nadie se percataba de nuestra presencia y de nuestras correrías. Mi madre entre fogones, peluquerías y charlas varias se olvidaba de nosotras totalmente, con lo cual hacíamos y deshacíamos a nuestro antojo. Entrabamos, salíamos, comíamos, corríamos sin apenas supervisión. Jamás me sentí más libre.
Por mi casa llegaron a pulular hasta veintidós personas en un mismo día. Se hacían turnos para el baño, para el desayuno, para la comida y la cena, para vestirse en las habitaciones y desvestirse ... turnos para todo.

Montse y yo andábamos sobradas de pesetas. Todo el mundo nos daba la propina en aquellos días. Entre los chuches y la feria se nos iba la mayoría del montante. Aún recuerdo la barca. Un artilugio enorme que se movía hacía arriba y hacia abajo, sin ningún tipo de sujeción y que nos acercaba con sus vaivenes al cielo. Yo solía ponerme el vestido blanco de estrellitas rojas y azules, con rebeca a juego, para la ocasión. Era un vestido de costura casera con la firma de mi tía Manolita. Tenía dos volantes a la altura de la cadera que subían y bajaban al compás del movimiento. Mi prima y yo chillábamos de gozo mientras, gracias a la fuerza de la inercia y de nuestra emoción, el susodicho aparato nos levantaba un palmo del suelo, mientras nadie sabía por dónde andábamos, mientras volábamos.

La mañana de la carrera de motos, un sonido estridente y repetitivo se colaba por cada rendija de la casa hasta hacerme despertar. Duraba horas, como horas duraban las salidas y entradas de las personas que durante esos días conquistaban la monarquía absoluta del nº 15 de la carretera Villalís. Una monarquía con una sola reina, mi madre. En ocasiones la puerta quedaba perpetuamente abierta, para facilitar las idas y venidas del personal. El frigorífico,  un balay de los de raza, cargado hasta los topes, parecía la puerta a la vida de los hambrientos, de los sedientos y de los necesitados.

Después, todo acababa de repente. El ruido de las motos, la barca, los colchones dispersados, las presencias y las torres de comida, mi madre siempre omnipotente, con su pelo recogido en un tul violáceo que mantenía su peinado a raya, controlando la situación y mi libertad. Tan solo entonces me percataba de que cientos de pajas merodeaban por las habitaciones, por el patio, la cocina y el baño. Restos desperdigados que nuestros moradores coyunturales esparcían sin pretenderlo y sin anunciarlo a consecuencia de la gran carrera y que de algún modo se habrían quedados pegados a sus ropas, su calzado y sus recuerdos

Después todo volvía a su ser, y yo soñaba con que el próximo verano el vestido blanco de estrellitas rojas y azules, aún me sirviera para hacerme volar en la barca, con mi prima Montse y su macuto, con las calles atestadas de gente y nada que hacer, excepto...  vivir.

©Concha González
Imagen de la red

viernes, 1 de mayo de 2015


FESTINATE

Era tarde. Siempre lo era. Aquella prisa insidiosa se insertaba entre los huesos y la soledad de las premuras, con un único sentido: no dar tregua.
Así comenzaban los días. Todos y cada uno de ellos. 
Primero: el despertador. Este hacía su trabajo tan impecablemente, que a las siete en punto comenzaba a dar el alarido de Tarzán, con el que fue programado en algún punto lejano del planeta.
Segundo, la ducha. Treinta y cinco grados justos. No obstante para ello había adquirido en un centro comercial de gran renombre, un artilugio para tal efecto: medir la temperatura del agua con exactitud inglesa.
Tercero: lavado de cabeza, enjabonado corporal, undostrescuatrocincoseissieteochonueve y diez, fuera jabones. Sus mecánicos movimientos le hacían parecer un robot disciplinado. No existía en su lenguaje la palabra improvisación.
Aun así, era tarde. Siempre lo era. ¿Cómo llegar sin dilaciones a todas y cada una de las ocupaciones de su vida?
Cuarto: el desayuno que, como no podía ser de otro modo, consistía siempre en lo mismo por el tema de los tiempos exactos. Un té verde (por lo de los antioxidantes), un yogurt desnatado con 50 gramos de muesli de frutas (por lo de los carbohidratos y el calcio), y el zumo de dos naranjas (por lo de la vitamina c) con toda su pulpa inmersa en el líquido opaco, semejando a unas asesinas arenas movedizas.
Quinto: la ropa que, sin duda alguna, era el ritual de la coronación de algún Rey de Asia. Tenía dispuestos una serie de uniformes a tal efecto, todos ellos muy apropiados, muy incoloros, muy desapercibidos. Trajes chaqueta en gama de grises, negros en gama de negros. Camisas discretas, corbatas discretas, y chaquetones discretos. Por supuesto siempre y sin excepción: calcetín y zapato negro. Esta selección de fondo de armario, además de resultar muy conveniente en cuanto a aspecto físico, era muy eficaz en cuanto ahorro de tiempo. No tenía que pensar. Comenzaba siempre por los calcetines, hasta finalizar por los zapatos, ni un movimiento erróneo despistaba esta tarea cotidiana. De la misma manera, empezaba por los zapatos y calcetines en sentido inverso a la hora de desvestirse. Sin fallos retrasantes de última hora que pudieran hacerle sentir el hombre más desdichado de la tierra.
Pero seguía siendo tarde. Siempre lo era. Su vida se había convertido en un plan perfectamente maquinado con un único fin: el de robarle tiempo al tiempo. Jamás hablaba con nadie algo que no fuera pertinente o estuviera dentro de su mental agenda organizadora, ni tampoco discutía de fútbol, política, cine, o cualquier otra cosa, porque la prisa cotidiana, “su prisa cotidiana”, no se lo permitía y porque hacía ya tiempo que todo el mundo le ignoraba.
Sexto: salir de casa siempre a la hora exacta o un poco menos si los tiempos se lo permitían, y conducir por el mismo sitio a la misma velocidad, hasta aparcar en la  misma plaza de parking que nadie más lograba alcanzar, pues él era y sería el primero en llegar cada día. Todo era cuestión de organización.
Séptimo: el retorno a casa por el mismo sitio y a la misma hora. Solo los martes hacía una pequeña parada de 10 minutos máximo, para repostar. Solo los miércoles hacia una pequeña parada de 30 minutos en el supermercado, para reponer existencias. Solo una vez al mes, peluquería. Todo lo demás, lo adquiría a través de Internet por pay pal, robando horas al sueño.
Los fines de semana tenían la facultad de ponerle nervioso. El desasosiego se adhería a su piel cuando San Viernes amenazaba con aparecer, y lo mantenía en danza hasta que Tarzán tenía a bien llamarle entre alaridos. Así que, por bien de su serenidad mental, comenzó a realizar las mismas actividades metódicas de lunes a viernes, con excepción de aquello que atañía  a su oficina, la cual  se encontraba cerrada. Durante esas ocho horas, decidió calmar su voraz apetito de robarle tiempo al tiempo, ofreciéndose como voluntario de una ONG que se encontraba en el edificio contiguo a su despacho. Les empezó a llevar todo el papeleo con una diligencia tan perfecta y puntual, que había conseguido hacerse dueño del lugar. Dueño del lugar y de las llaves que le permitían emular con exactitud su   habitual horario de trabajo. 
Era tarde, siempre lo era. Su necesidad de tener todo para ayer, empezaba a cubrir de canas su mirada y de arrugas su rutina. Los recuerdos lo empujaban clandestinamente, siempre entre retazos de perezas irreflexivas, hacia tiempos sin tiempo, sin Tarzanes ni alaridos,  sin silencios víricos.
Tarde para volver a comenzar de cero y evitar aquel portazo que aún retumbaba entre sus miedos.
Tarde para descubrir entre las horas del día, algo más que eficacia.
Tarde para distraerse entre sueños y caricias robadas.
Tarde.


©Concha González.
Imagen propia.

jueves, 19 de febrero de 2015



La inevitable anti intimidad de un autobús de provincia

... vengo del médico - explica una mujer de mediana edad a su compañera de asiento.
_ ¿Y eso?, ¿estás mala Vincen?
Algo me anda, no sé. Yo siempre he sido delicada de estómago, pero hace ya un tiempo que me da unos torzones que ^pa que^ cada vez que como, y eso que, a este paso, como el espíritu de la golosina me voy a ver, que no meto casi nada por miedo a después...
_ A lo mejor es por eso, te rezonga de hambre...
_ A la carnicería ya es que casi ni me asomo - la mujer prosigue sin escuchar apenas a su interlocutora- ver si por unos filetes de cadera, muy de vez en cuando, o a por chichas que no piquen, pura gula hija, porque bien contento que se pone el Roque cuando le van las sobras, que no son sobras porque es casi todo el cuarto y mitad que compro ...
_ Pues la próxima, cómprate solo media, que tu perro está bien frondoso y ya ni ladrar puede de gordo que lo tienes.
_ Para gordo Aurelio. El otro día iba delante mio y hay que ver lo que cargó. Dos de chuletas, una corra de chorizo picante, una sesada, y dos de callos de libro y morro; ¡cómo para no estar como un fudre!, y eso que me dijeron que ya le había dado un aviso, pero él, nada, a la carnaza, si es que de donde no hay ...
... autobusero, ¿nos apea cerca de Bercianos o tenemos que patear hasta allí? - pregunta mi adolecida protagonista.
El conductor del autobús les informa de que la parada oficial estipulada es la de Santa María y ninguna otra, y que tendrán que buscarse otro medio alternativo para llegar a su destino final.
En tanto que la ruta prosigue, la señora delicada de estómago continua con su retaíla de dolores, médicos, condumios, y tripeos varios.
Llegados al destino y viendo el conductor que ambas proceden prestas a bajar del vehículo, les remata la conversación con un: 
¡Hala señoras, ligericas, que ^vos^ queda un buen cacho hasta Bercianos; ya veréis como así no os huelgan las ganas de comer ...