¿PARA SIEMPRE?
Más que encuentros, lo que Edelmíro y yo veníamos practicando de un tiempo a esta parte eran desencuentros.
Una manifestación clara y rotunda de la obviedad implacable de la utilización del set de "necesidades extra urgentes".
Dicha necesidad acabó desencadenado el paso al segundo "round"; pegar más fuerte, golpear bajo y contundentemente, pero sobre todo y ante todo, había obligado a sopesar la seria valoración del uso ilícito de un arma poderosa e infalible: el arma de la disuasión por pena.
Dicha necesidad acabó desencadenado el paso al segundo "round"; pegar más fuerte, golpear bajo y contundentemente, pero sobre todo y ante todo, había obligado a sopesar la seria valoración del uso ilícito de un arma poderosa e infalible: el arma de la disuasión por pena.
Practicar el juego de la lástima amén de sollozar lágrimas de cocodrilo atormentado, siempre fue oportunidad aprovechada, la más sutil e inexplicable de las venganzas, la mejor forma de llevarse el gato al agua.
En realidad era la forma ideal de ganar perdiendo o dicho de otro modo, de perder ganando.
Era la tercera vez que se me intentaba eliminar de un espacio vital en común con artimañas indignas de hombre que se precie de serlo. Artimañas tales como: "no eres tú, soy yo", " hemos de darnos un tiempo para pensar", "quizás te merezcas otra cosa mejor", en vez de plantar la cara y exponer a pie de pista: "tengo una rubia, diez años más joven, loca por mis huesos" , "¿te comenté lo de los diez años más joven?" o "en la variedad está el gusto y he decidido variarte", "variarte por la rubia diez años más joven, por si no lo habías entendido" ...
Pues bien, cada vez que el juego comenzaba, se sucedían la siguientes secuencias: primero el gin-tonic, segundo, encendido de cigarro y tercero mirada con cara de circunstancia anómala. Ese era el disparo de salida previo a la carrera verborréica que amenazaba con llegar. Justo en ese punto y no en otro es donde empecé a aprender a precipitar el curso de la situación.
Todo esto era hartamente cansado a la par que incómodo. No me sentía merecedora de tales circunstancias, no me sentía merecedora de tal indignación. Pero ¿quién estaría dispuesta a renunciar por culpa de alguna loba en celo (diez años más joven), a todas las comodidades que me había logrado asegurar con paciencia y tesón?
No se puede olvidar tan a la ligera los envites ardorosos de media noche, la llegada de aquel ascenso que nos había mantenido en vilo durante días, las tardes de espera soñándole.
¿Quién renunciaría a la recompensa final así sin más?
¿Quién renunciaría a la recompensa final así sin más?
La casita en la playa, la visa oro resplandeciente, mis diez horas de sueño reparador diarias... todo un tesoro asido de alguna forma a Edelmiro.
Al final de cada patético episodio, el gin-tonic, que yo misma le acabaría sirviendo, nos miraría como idiotizado asumiendo parte de culpa, con lo que pondría todo de su parte para relajar la situación. El cigarro se consumiría de pena en algún cenicero que habríamos traído de algún viaje exótico, y la mirada volvería a sufrir el disgusto de no ser ella misma, sino una indisciplinada huida a otra parte.
Al final de los finales acabaría, como yo misma, convertida en un amortiguador o en un misterio irresolvible. Quién sabe.
©Concha González
Imagen de la red.