sábado, 22 de febrero de 2014

LA CORBATA


LA CORBATA

Mario trabajó el nudo de su corbata con ligereza y pericia. Una vez formado el muñón,  lo ajustó a su cuello. Para ello  procedió a menearlo hacia derecha e izquierda como si este fuera un batido de fresa  y,  finalmente  acabó por situarlo en el centro más justo.
Está era la rutina de cada mañana. La corbata perfecta, símbolo del ganador y del próspero, mostraba al mundo una categoría especial.  Una categoría, a todas luces, completamente distinta de la de todos aquellos hombres  descorbatados que nada podían ofrecer, herejes de la moda y del buen hacer. Facinerosos y cochambrosos  indignos de ocupar ningún espacio público.

Algo escondía  ese nudo pretencioso que parecía jugar  al juego del esconderite con el mundo, con la gente, con sus opiniones. Ese nudo era una estigmatización al completo del hombre poderoso, esencia pura de dominio y circunstancias, elixir mágico del respeto y la apariencia.
Mario lo supo bien pronto y por ello guardaba en sus cajones varios cientos de ellas. Pero un ciento de ellas eran pocas, en su opinión, con lo que cada día de  regreso  a casa hacia su pertinente parada en algún centro comercial o en cualquier tienda de barrio,  para así adquirir una más. Cada día una más.
Los fines de semana aprovechaba el tiempo de ocio para viajar a algún otro lugar del país siempre con la  sempiterna idea de encontrar algo especial,  algo diferente  de todo aquello con lo que habitualmente se tenía que conformar.

Las vacaciones eran para Mario motivo de infinita alegría a la par que de desasosiego y cansancio. En las últimas, viajó a todas y cada una las tiendas más chics de París con una única intención: conseguir una corbata nueva  cada día.  Una corbata inigualable, esplendorosa, digna de toda alabanza y elogio. Se podía decir que sus viajes eran de turismo corbatístico.
Su lema: “Una corbata, una vida”.

A parte de sus cientos de corbatas, Mario adolecía de compañía alguna. No tenía tiempo para nadie ni para nada fuera aparte de aquellos pequeños retales de telas brillantes y coloridas. Se había ido retirando de la vida social poco a poco, entre otras cosas porque el dinero ya no  alcanzaba para alternes, y el día tan solo finalizaba (o quizás no comenzaba) justo en el mismo momento en el que una corbata más,  aterrizaba  en alguno de los cajones que tenía preparados al efecto. Además, cualquier otro tipo de vida ajena a su estrambótica colección,  carecía del más mínimo interés para él.

Todo esto respecto a la vida, en cuanto lo referente a la muerte  se había encargado de dejar bien hilado como quería presentarse ante ella el día de su óbito.

¿Y su peculiar herencia? Complicado iba a ser heredar a alguien de confianza, alguien que supiera estar a la altura de tamaña propiedad,  pues solo estaba,  solo con la única  excepción de sus chicas inertes y flácidas. Ni mujer, ni hijos, ni hermanos, ni padres, ni amigos. Así que, en otra de sus disposiciones y después de poco cavilar, consintió en dejar  bien claro  a donde quería que fuera a parar su tesoro más preciado, tesoro que lucía el orgullo del  arduo trabajo, una  recopilación metódica  de años de esfuerzo.

Para Mario su riestra  de  corbatas eran como hijas de adopción, benditas ellas, compañeras abnegadas que jamás le increpaban, comprensivas amigas que  consentían sin el más mínimo atisbo de crítica,  en adornar su cuerpo según el humor con el que se despertara, amorosas cuidadoras, madres legítimas de su porte y elegancia. Así que como faraón del alto Egipto habrían de acompañarle, todas y cada una de ellas, a su última morada,  porque no era caso de aparecer allí de nuevas, descorbatado, amén de la cantidad de días que duraría la estancia.

La caja que Mario dispuso para su viaje al campo santo era del tamaño más absurdo que jamás nadie pudiera imaginar. Larga, ancha y alta como para  dar sepultura a un par de finados al mismo tiempo. Algo así como un féretro para siameses inseparables.
Una vez que tuvo todos esto dispuesto reparó en su propia imagen, a estas alturas ya completamente distorsionada antes sus ojos y ante los de cualquiera,  y se percató de que sus sesenta kilos de peso eran causa pendiente. Acabó reconviniéndose  a sí mismo  de su envergadura y se puso a dieta estricta de agua y manzanas, única solución posible para adelgazar con premura y sin dilación,  ya que si se le alargaban mucho sus días  corría el grave e impensable riesgo de carecer  de espacio suficiente para  todo el resto de corbatas que,  con toda seguridad,  aún habrían de venir.

Mario rozaba los treinta kilos  de peso  cuando alcanzó su último sueño, el último y único gran sueño de su vida. 

(R)Concha González.
Imagen de la red