LA CORBATA
Mario
trabajó el nudo de su corbata con ligereza y pericia. Una vez formado el muñón,
lo ajustó a su cuello. Para ello procedió a menearlo hacia derecha e izquierda
como si este fuera un batido de fresa y,
finalmente acabó por situarlo en el centro más justo.
Está
era la rutina de cada mañana. La corbata perfecta, símbolo del ganador y del
próspero, mostraba al mundo una categoría especial. Una categoría, a todas luces, completamente distinta
de la de todos aquellos hombres
descorbatados que nada podían ofrecer, herejes de la moda y del buen
hacer. Facinerosos y cochambrosos indignos de ocupar ningún espacio público.
Algo
escondía ese nudo pretencioso que parecía
jugar al juego del esconderite con el
mundo, con la gente, con sus opiniones. Ese nudo era una estigmatización al
completo del hombre poderoso, esencia pura de dominio y circunstancias, elixir
mágico del respeto y la apariencia.
Mario
lo supo bien pronto y por ello guardaba en sus cajones varios cientos de ellas.
Pero un ciento de ellas eran pocas, en su opinión, con lo que cada día de regreso a casa hacia su pertinente parada en algún
centro comercial o en cualquier tienda de barrio, para así adquirir una más. Cada día una más.
Los
fines de semana aprovechaba el tiempo de ocio para viajar a algún otro lugar
del país siempre con la sempiterna idea
de encontrar algo especial, algo
diferente de todo aquello con lo que
habitualmente se tenía que conformar.
Las
vacaciones eran para Mario motivo de infinita alegría a la par que de
desasosiego y cansancio. En las últimas, viajó a todas y cada una las tiendas
más chics de París con una única intención: conseguir una corbata nueva cada día. Una corbata inigualable, esplendorosa, digna
de toda alabanza y elogio. Se podía decir que sus viajes eran de turismo
corbatístico.
Su
lema: “Una corbata, una vida”.
A
parte de sus cientos de corbatas, Mario adolecía de compañía alguna. No tenía
tiempo para nadie ni para nada fuera aparte de aquellos pequeños retales de telas
brillantes y coloridas. Se había ido retirando de la vida social poco a poco,
entre otras cosas porque el dinero ya no alcanzaba para alternes, y el día tan solo
finalizaba (o quizás no comenzaba) justo en el mismo momento en el que una
corbata más, aterrizaba en alguno de los cajones que tenía preparados
al efecto. Además, cualquier otro tipo de vida ajena a su estrambótica
colección, carecía del más mínimo
interés para él.
Todo
esto respecto a la vida, en cuanto lo referente a la muerte se había encargado de dejar bien hilado como
quería presentarse ante ella el día de su óbito.
¿Y
su peculiar herencia? Complicado iba a ser heredar a alguien de confianza,
alguien que supiera estar a la altura de tamaña propiedad, pues solo estaba, solo con la única excepción de sus chicas inertes y flácidas. Ni
mujer, ni hijos, ni hermanos, ni padres, ni amigos. Así que, en otra de sus
disposiciones y después de poco cavilar, consintió en dejar bien claro a donde quería que fuera a parar su tesoro más
preciado, tesoro que lucía el orgullo
del arduo trabajo, una recopilación metódica de años de esfuerzo.
Para
Mario su riestra de corbatas eran como hijas de adopción,
benditas ellas, compañeras abnegadas que jamás le increpaban, comprensivas
amigas que consentían sin el más mínimo
atisbo de crítica, en adornar su cuerpo según el humor con el que se despertara,
amorosas cuidadoras, madres legítimas de su porte y elegancia. Así que como
faraón del alto Egipto habrían de acompañarle, todas y cada una de ellas, a su
última morada, porque no era caso de aparecer allí de nuevas,
descorbatado, amén de la cantidad de días que duraría la estancia.
La
caja que Mario dispuso para su viaje al campo santo era del tamaño más absurdo que
jamás nadie pudiera imaginar. Larga, ancha y alta como para dar sepultura a un par de finados al mismo
tiempo. Algo así como un féretro para siameses inseparables.
Una
vez que tuvo todos esto dispuesto reparó en su propia imagen, a estas alturas
ya completamente distorsionada antes sus ojos y ante los de cualquiera, y se percató de que sus sesenta kilos de peso
eran causa pendiente. Acabó reconviniéndose
a sí mismo de su envergadura y se
puso a dieta estricta de agua y manzanas, única solución posible para adelgazar
con premura y sin dilación, ya que si se
le alargaban mucho sus días corría el
grave e impensable riesgo de carecer de espacio
suficiente para todo el resto de
corbatas que, con toda seguridad, aún habrían de venir.
Mario
rozaba los treinta kilos de peso cuando alcanzó su último sueño, el último y único
gran sueño de su vida.
(R)Concha González.
Imagen de la red