domingo, 16 de marzo de 2014

NIÑEZ


(Imagen propia  y real de los protagonistas del relato)

NIÑEZ


Érase una vez…


Siempre me gustó leer. Desde bien pequeña descubrí que tras esos jeroglíficos extraños, que a veces incluso ni lograba comprender, se encontraban las más apasionantes de las aventuras, las historias más profundas, increíbles viajes virtuales a otros mundos y otras tierras. Se encontraba la emoción.

Aguardaba la llegada de los sábados como quien aguarda por las aguas de mayo. Era percibir esa exhalación a día de asueto y, mis ojos se abrían como si dispusieran de un resorte mecánico contra perezas indisciplinadas para segundos más tarde, tirarme  de un salto y subir la persiana de mi habitación con una única misión: la de leer y releer mi colección de cuentos, mi tesoro.

Poco a poco con ilusión y tesón logré reclutar bajo mi mando un buen número de ellos, ya que cada vez que alguien me ofrecía un regalo mi respuesta siempre era la misma: un cuento.

Los tenía de todo tipo y forma, algo realmente increíble teniendo en cuenta la escasez de la época, y de que vivíamos en un pueblo de provincia donde las cosas llegaban tarde y mal. Mi colección lucía un amplio elenco de pequeñas, grandes, cortas, largas, de pasta dura, de pasta blanda, clásicas y neoclásicas narraciones… en fin, todo un abanico de opciones maravillosas que de lunes a viernes descansaban en el interior de mi mesita a la paciente espera de ser leídos, releídos o descubiertos por vez primera. Eran estos últimos los menos habituales, ya que no era en absoluto frecuente que cualquier nueva adquisición consiguiese permanecer virgen e inmaculada en mi cajón durante mucho tiempo, ajena a la curiosidad de mis infantiles ojos.

El asunto sucedía de la siguiente forma y manera. Primero levantaba, como ya dije, la persiana de la habitación para que entrase una luz que en la mayoría de las ocasiones a penas si se dejaba percibir por lo temprano del día. Después volcaba (en su totalidad) el contenido del interior de los cajones encima de mi cama, y con una paciencia que raramente se asomaba como parte de mis dones, los iba colocando por orden de preferencia. De menos a más. Siempre de menos a más. Entonces  daba comienzo el festín.

Mi maravilloso repertorio contenía títulos como: “El soldadito valiente” (ejemplar que junto a mi prima gané en unos carnavales de La Bañeza por ser primer premio con un disfraz de época cosido en papel cebolla), también obras clásicas como: “Hansel y Gretel”, “Caperucita Roja”, “Tom Sawyer”, “La casita de chocolate”, “La cigarra y la hormiga”, “La liebre y la tortuga”… y cómo no mi favorito entre favoritos: “La Cenicienta”, que como favorito que era, siempre dejaba como colofón a tamaña comilona literaria.
Este ejemplar, en plan barato, había sido adquirido en el quiosco más cercano a mi casa y poseía para mí y sin el menor atisbo de duda,  el don de la magia. Me transportaba a aquellos parajes y épocas de vestidos y peinados  fastuosos, de carrozas brillantes, de ingentes ensoñaciones, y me mantenía por y para el resto de la mañana como en un limbo entre sueños y realidades. De tan releído como estaba, sus portadas acabaron primero despegadas y después cosidas por las manos reparadoras de una madre abnegada y harta de escuchar gimoteos y quejas por tan terrible accidente.

Lo que me apasionaba de todos ellos (y me sigue apasionando) era la abundancia certera de finales felices, ese concluir con moralejas varias que hacían recapacitar incluso a una niña de seis o siete años, y que provocaba que cada sábado no faltase, bajo concepto alguno, a esa cita de primera hora de la mañana con sus amigos los cuentos.

Hoy en día sigo conservándolos. Me encanta de vez en cuando mirarlos y recordar las circunstancias que generaron su adquisición, circunstancias de lo más variopintas que no he olvidado de casi ninguno de ellos. Algunos necesitaron de mucho regateo para conseguir alcanzar esos cajones. Otros, fueron la sorpresa del día procedente de algún familiar que sabía de mis desvelos. La mayoría, todavía desprenden esa magia de sus hojas ajadas y amarillentas, tanta, que reconozco que aún consiguen transportarme  como si fuese ayer, a esos días de cándida niñez, de sábados ociosos, de bendita libertad.



…  un cuento.


Concha González(R)


                                              

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