EL COCHECITO LERÉ
En memoria de mi tía Rosario
(Año 1973)
Llegado este
tiempo de turrones y guirnaldas, pasaba las tardes con la nariz pegada a los
escaparates de mi pequeña ciudad de provincia. Cada día la tecnología era mayor y los juguetes
ya se iban acercando cada vez más a aquellos que mi hermano, el de Alemania, me
traía de sus viajes. Aun así, todo aquello de las pilas, los cables, las
bombillas luminiscentes de respuestas acertadas o las voces cacofónicas de
aquellos muñecos zombis, no era lo mío. Mi gusto se decantaba hacia algo más humano, más
cercano a la realidad de la vida, algo que pudiera manejar a mi antojo y no a
la inversa.
Me enamoré de
él la primera vez que lo vi. Apenas si alcanzaba a asir su agarradero
correctamente, debido a mi baja estatura. Sus tonos melocotón me parecieron un
espectáculo digno de los más afortunados del mundo, y así, como la más
afortunada del mundo me sentí, cuando acaricié por primera vez su capota
estirada anti lluvias, así me sentí mientras paseaba por casa sin tener
muy claro si lo soñaba o, si finalmente, me pertenecía.
Después llegó
el bebé llorón y todos sus ajuares: almohada, colchón, sabanitas, colcha… todo
impecable y perfecto, producto de unas manos impecables y perfectas, las de mi
tía Rosario que en paz descanse.
Despertaba en
la madrugada para dar el pecho al bebé, después lo arrullaba hasta que se
dormía, faena harto difícil en la mayoría de las ocasiones según mi propio criterio, hasta que un buen día acabé cayendo en la cuenta de que mi pobre
pequeño padecía de un frío torturador en sus rígidos
pero logrados pies. En esa ocasión, mi querida tía, después de encargarla mis desvelos, tuvo a bien tejerle unos patucos diminutos y perfectos, todo siempre perfecto.
Más tarde, una
vez más gracias a la tecnología, apareció el biberón mágico, el gran invento de
la época. La leche aparecía y desaparecía según demanda. Este no fue cosa de mi
tía Rosario, fue cosa de mi madrina que a pesar de lo avanzado de su edad
gustaba de estas chiquilladas como la que más. Me quitó un gran trabajo de
encima, pues eran muchos los voluntarios que se prestaban para el condumio, con
tal de experimentar el misterio de la desaparición y reaparición.
El día de
navidad, cayó una gran nevada. Yo quise pasear a mi bebé por la calle pero me
percaté de que el frío que cortaba mis orejas, no podía ser bueno en modo
alguno para el pequeño recién nacido eterno, y así fue como una vez más,
apareció una manta de pata de gallo en tonos negros y blancos (casualmente de
la misma tela de un recorte para una falda de mi madre) producto de las manos
de mi abnegada y mencionada tía y a la que, por supuesto, adoraba hasta la
saciedad.
Era real.
Todo era real. Mi precoz maternidad a los cinco añitos, la dedicación absoluta
hacia el recién nacido, los cuidados, el orgullo de madre, los
besos, la preocupación… hasta un punto tal, que conservo en perfecto estado de
revista todas y cada una de las cosas mencionadas: el cochecito, el bebé, la
manta de pata de gallo, la ropita, la colcha… y sobre todo, el recuerdo intacto de mi amada tía Rosario tejiendo para mí, enseñándome a querer, a
hacer las cosas por mí misma, a disfrutar de una de las mejores etapas de la
vida: la niñez.
Era real. Sí,
muy real.
©Concha González.
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