sábado, 8 de agosto de 2015

LA PATRONA



LA PATRONA

En esos largos días (y noches) de agosto yo era feliz. Cuando comenzaban las fiestas de La Patrona, mi casa (la de mis padres) pasaba a convertirse en un auténtico despliegue de medios y modos. La imagen sucumbía a la elocuencia del momento:  mi madre cargada con una sandía de cinco kilos, calada de antemano por el frutero del mercadillo, mi madre con un ejército de patatas, de las nuevas, compradas al tío Benedicto, atún en lata y huevos para la ensaladilla rusa, mi madre con sus montañas de filetes de cadera (bien finos) adobados con ajo, perejil y aceite de oliva, mi madre con sus toneladas de pescadilla para rebozar,  mi madre con tres pollos de corral aliñados en crudo en la cazuela de porcelana roja y haciendo cabriolas para conseguir ubicarlos en dicho territorio adecuadamente, mi madre y sus desayunos de leche a granel de las vacas de la lechera de Ribas de la Valduerna, cola- cao  de lata y galletas María, mi madre, siempre ella, saliendo al paso de todo y  para todos. Los postres  eran cosa de Zorita o Conrado, los pasteleros, y los melones (para cuando se acababa la sandía de cinco kilos) cosa de aquellos vendedores ambulantes de Villaconejos que permanecían durante todas las fiestas en un punto fijo con su romana (trucada) de hierro desgastado.

Era todo un espectáculo levantarse por la mañana y pasear entre  colchones estratégicamente ubicados por los rincones. Mi primo Juan, en slip, roncando a pierna suelta por el descansillo , mi primo Carlos idem por el pasillo del segundo piso, la habitación de las dos  camas niqueladas de uno veinte,  acogía a cuatro personas por las alturas  y a otras cuatro en sendos colchones del mismo tamaño, por las bajuras. Camas  no habría suficientes, pero siempre existía un hueco para un colchón (de lana que pesaban como muerto), con nombre de primo/a, amigas/os de los primos o sobrinos/as.

El momento álgido era la noche antes de la carrera de motos. El timbre hacía uso de su existencia constantemente, pero yo tan solo esperaba expectante el de una sola persona, mi prima Montse.
Cuando esta hacía su aparición, me sentía la persona más feliz del mundo. Aparecía con un macuto para una par de días, y ese par de días siempre prometían ser  intensos. Nadie se percataba de nuestra presencia y de nuestras correrías. Mi madre entre fogones, peluquerías y charlas varias se olvidaba de nosotras totalmente, con lo cual hacíamos y deshacíamos a nuestro antojo. Entrabamos, salíamos, comíamos, corríamos sin apenas supervisión. Jamás me sentí más libre.
Por mi casa llegaron a pulular hasta veintidós personas en un mismo día. Se hacían turnos para el baño, para el desayuno, para la comida y la cena, para vestirse en las habitaciones y desvestirse ... turnos para todo.

Montse y yo andábamos sobradas de pesetas. Todo el mundo nos daba la propina en aquellos días. Entre los chuches y la feria se nos iba la mayoría del montante. Aún recuerdo la barca. Un artilugio enorme que se movía hacía arriba y hacia abajo, sin ningún tipo de sujeción y que nos acercaba con sus vaivenes al cielo. Yo solía ponerme el vestido blanco de estrellitas rojas y azules, con rebeca a juego, para la ocasión. Era un vestido de costura casera con la firma de mi tía Manolita. Tenía dos volantes a la altura de la cadera que subían y bajaban al compás del movimiento. Mi prima y yo chillábamos de gozo mientras, gracias a la fuerza de la inercia y de nuestra emoción, el susodicho aparato nos levantaba un palmo del suelo, mientras nadie sabía por dónde andábamos, mientras volábamos.

La mañana de la carrera de motos, un sonido estridente y repetitivo se colaba por cada rendija de la casa hasta hacerme despertar. Duraba horas, como horas duraban las salidas y entradas de las personas que durante esos días conquistaban la monarquía absoluta del nº 15 de la carretera Villalís. Una monarquía con una sola reina, mi madre. En ocasiones la puerta quedaba perpetuamente abierta, para facilitar las idas y venidas del personal. El frigorífico,  un balay de los de raza, cargado hasta los topes, parecía la puerta a la vida de los hambrientos, de los sedientos y de los necesitados.

Después, todo acababa de repente. El ruido de las motos, la barca, los colchones dispersados, las presencias y las torres de comida, mi madre siempre omnipotente, con su pelo recogido en un tul violáceo que mantenía su peinado a raya, controlando la situación y mi libertad. Tan solo entonces me percataba de que cientos de pajas merodeaban por las habitaciones, por el patio, la cocina y el baño. Restos desperdigados que nuestros moradores coyunturales esparcían sin pretenderlo y sin anunciarlo a consecuencia de la gran carrera y que de algún modo se habrían quedados pegados a sus ropas, su calzado y sus recuerdos

Después todo volvía a su ser, y yo soñaba con que el próximo verano el vestido blanco de estrellitas rojas y azules, aún me sirviera para hacerme volar en la barca, con mi prima Montse y su macuto, con las calles atestadas de gente y nada que hacer, excepto...  vivir.

©Concha González
Imagen de la red