viernes, 22 de julio de 2016



UNA VEZ EN LA VIDA

Había llegado el momento. Mí momento. 
Después de llevar años  percibiendo ese sonido arisco y punzante en manos de las mayores, después de percibir  la altivez de sus andares cuando portaban esa  mortífera arma de  frío y dolido tacto. Después de sentir y presentir de un modo inevitable el amortiguado eco residual que lloraban las paredes cada día,  después de caminar por esos amplios pasillos recargados de imágenes y cruces de madera, en fila india, emparejadas, o en grupo, después de todo eso, el sueño de deambular por ellos en solitario, sin más presencia de humana apariencia que una tímida virgen niña flaqueando la esquina norte o aquella inevitable e impertérrita imagen de Santa Joaquina, prodigada por doquier, ese sueño, por fin, se haría realidad. 
Mi apellido, Pacheco,  me había relegado al los últimos turnos, y, fue a penas por una única letra que casi zanjo esa parte de mi vida sin acariciar ese sueño, esa sensación de libertad, de victoria, de poder. Lástima me daban las Ramos, Rubio, Vidal o Zapatero, lástima. Pero durante una semana entera, una semana con sus cinco días, mañana y  tarde, y haciendo gala de una puntualidad inglesa y de una presupuesta y recién nacida responsabilidad, mi reloj de cuerda, regalo de mi padrino, sería el encargado de ponerme en situación de las horas en punto, y yo, a su vez,  la encargada de que la venerada campanilla de bronce siciliano se pasease por cada recodo de la ilustre congregación de religiosas, anunciando el final de cada clase, y, eso, teniendo en cuenta que éramos ciento cincuenta alumnas entre los tres octavos, tan solo ocurría una vez en la vida.

©Concha González.
Imagen de la red.

miércoles, 6 de enero de 2016

LOS REYES MAGOS


LOS REYES MAGOS

Aquel era el año 1973. Los Reyes Magos se acercaban en unas magníficas carrozas ornamentadas con luces y telas de colores, las cuales se movían con la suficiente parsimonia y disciplina para que todos alcanzáramos el sueño de admirarlas profundamente. Los tres llevaban su correspondiente paje y estos lanzaban caramelos, serpentinas y unas tiras de papel coloreado que todos los niños nos empeñábamos, a empujones, en rescatar desde los aires, para más tarde jugar a hacernos pulseras y collares en zigzag.
Yo tenía un abrigo azul marino que me valía para todas las ocasiones, (escuela y días de fiesta) y en cuyos bolsos, una vez finalizada la cabalgata, no habría de caber ni una serpentina más. Los caramelos que atropaba se los iba dando a mi madre que, con cara de satisfacción,  iba atesorando en su suave bolso de antelina, y que  acabarían olvidados para siempre en ese mínimo espacio existencial, ya que dichos dulces nunca me gustaron. Las tiras de papel coloreadas las iba enredando alrededor del cuello y de los brazos hasta parecer un árbol de Navidad andante, pero las serpentinas tendría que esconderlas a hurtadillas para que mi madre no me las hiciera tirar al suelo, alegando que le ponía la casa perdida de papelines, y que, al final, acabaríamos cenándolos de guarnición.
Ese día mi prima Piedad no estaba conmigo y eso era algo extraño. Pregunté por ella y me dijeron que estaba en una de las carrozas disfrazada de paje, creo, (no recuerdo bien) pero lo que sí recuerdo (una vez localizada) es con qué ímpetu y seriedad lanzaba a diestra y siniestra las susodichas serpentinas y los tan ansiados caramelos desde una de las carrozas.  Las tiras se le resistían, pues  su manejo  requería de una fuerza y maña que la una niña tan pequeña  aún no tenía. 
Más tarde, ya entrada la noche, los reyes y toda su comitiva llegaron a la plaza mayor, para descender de sus carruajes  hasta adentrarse en el ayuntamiento.
Yo fui arrastrada con mano firme hacía el primer piso, siempre detrás de sus majestades y  su séquito,  hasta llegar a una sala inmensa repleta de viandas varias, refrescos de naranja y cola (acceder en aquellos años un refresco de naranja o cola no era asunto baladí) y  distintos dulces navideños.
Yo no perdía de vista a mi prima,  la cual se movía como pez en el agua a través de toda esa gente.  De repente,  alguien me invitó a sentarme a esa  larga y ornamentada mesa que ocupaba toda la estancia. Los reyes la presidían con orgullo de reyes; con sus trajes bordados y relucientes, sus guantes blancos y sus anillos de colores, y esas capas largas hasta los pies y reborde de peluche... y, a mí, increíblemente, me habían invitado a sentarme cerca de ellos. Mi madre soltó mi mano esperando que yo me lanzase detrás de mi prima (con la que compartía por costumbre media vida) y de los refrescos cuanto menos, pero yo: ni reyes ni prima ni nada. Solamente deseaba abandonar la honorable estancia lo más deprisa posible, llegar a casa con mis serpentinas, (engrosando mis bolsillos) y mis tiras de papel, (ganadas dignamente en ardua batalla), y perder de vista a esos señores tan grandes que vestían de esa forma tan rara, y que, para colmo de males, me inspiraban un miedo atroz, sobre todo aquel pintado de negro  tizón que cuando sonreía parecía que le salía sangre de la boca.
Así que así y de ese modo tan sencillo, fue como perdí la única e irrepetible oportunidad de compartir mesa  con sus majestades de oriente. Oportunidad que jamás se me ha vuelto a presentar, he de decir.



©Concha González.
Imagen de la red.