sábado, 9 de marzo de 2013




EL TRAJE

            Deambulo por la calle a consecuencia de la ignota insumisión de mis pies. Obedecen a un ser que creo no ser yo. 
En presencia, ese ser, toma una apariencia física idéntica a la mía, como si de un clon se tratara. Mujer, mediana estatura, cabello crespo, ojos toscos, nariz de imposible ensueño en rostro cenceño. Cuello largo, larga pierna, largo cabello, toda yo soy una desvirtuada oda a la largura con la evidente  y decepcionante excepción de mi estatura.
            Con todo esto estoy tratando de describir el empaque, es decir, lo de afuera, el exterior más inmediato que responde a fugaces miradas de otros rostros quiescentes, lo que se viene normalmente a denominar “el aspecto físico”.
            Pero, ¿y lo otro?, me estoy claramente refiriendo al interior, la profundidad de uno mismo, la intrínseca  personalidad, la manera de ser, el alma y el espíritu, el alfa  y el omega, los pensamientos, en fin…

            Transcendencias a un lado, he de seguir con la disertación inicial.
            Primero, porque así me lo inspira el lado invisible de mi esencia.
            Segundo, porque me apetece sin más explicaciones.

            A ratos, siento como si vistiese un traje. Ese traje (por cierto, no del todo de mi gusto) no es susceptible  de cambio alguno. Sucede como en los uniformes de los colegios, es de obligada puesta. Se luce a todas horas, tanto de día como de noche y por si esto fuera poco, se arruga y se estropea con el devenir del tiempo.
            No, definitivamente no me gusta. Es vulgar y poco estético (según la tendencia actual, a la cual me sumo supongo por puro contagio) a la par que tosco y burdo. Se me olvidó agregar anteriormente que es gratis. Sí, gratis. Aunque parezca que hoy en día no hay nada gratis, esto sí lo es. Doy fe.
            Esto, así de entrada, parece algo bueno y positivo,  ¿a quién no le gustan las cosas gratis? 
Precisamente a los españoles eso nos vuelve locos. Pero ¿qué pasaría  si alguien te obligase a ponerte  un gorro (quien dice un gorro dice unos guantes)  el cual haya  sido regalado por tu cumpleaños, todos los días de tu  vida?  Y peor aún, que dirías si encima el gorrito de marras te pareciese feo,  hortera y te sentase mal.
             Llegados a esta situación, vendría de perillas la utilización del requetesabido refrán que reza así:
             “El que regala bien vende, si el que recibe lo entiende”.
Pero, no nos soliviantemos, todo tiene su explicación.
            Nuestro traje de obligatorio uso es gratis porque es de herencia, una herencia que no se solicita  al fallecer los heredadores y por la que no se paga impuesto alguno (esto hay que decirlo bajito, no vaya a ser que alguien  se le ocurra algo).
Te toque lo que te toque, a callar y a pujar hasta el final de los días.

            Mi traje no sería el escogido por nadie en el perchero de una tienda de modas, ni siquiera si se encontrara en rebajas a mitad de precio, ni en un pague dos y lleve tres, ni en el montón que vende la gitana de turno voz en grito de ¡a un euro Marías, todo a un euro, a mirar y a escoger!… Quedaría visto para la venta  junto a un montón más de semejante caída,  supongo que para reciclar.  Eso con suerte, ya que podría llevar peor destino y ser rediseñado como disfraz de bruja pirula y algún gracioso lo luciría en los carnavales de mi pueblo. No es broma. No saben ustedes los tochos que me gasto.

            Por todo esto y más, me gusta hablar del interior.
¿Qué es lo más importante de un coche? El motor.
Lo más importante de una casa: la confortabilidad interior.
De un regalo bien envuelto: su interior.
Un bombón de licor es delicioso por: su interior.

            Siento cuando camino entre la multitud, la sensación de  que mi traje me va chico.  Otras veces es  lo contrario. Me parece que las mangas me caen tres vueltas y la cintura se me cae diez centímetros. Esto me sucede porque me siento observada más de lo que quisiera y como monos en la cara no tengo, pues ha de ser cosa de la vestimenta digo yo.
            Se dice que hay sitios en los que transforman el traje. Cosen por aquí, hilvanan por allá, quitan de donde sobra y ponen donde no hay. Pero yo una vez más me pregunto  ¿y todo eso a juicio de quién? ¿Quién decide que yo tengo nariz de más y por decir algo se me ocurre busto de menos?
            Se dice también, que es caro, carísimo. Así es que se me puede imaginar de donde vienen las ideas de los cambios y recambios.

            Vuelvo otra vez al interior para mencionar la curiosidad de que esto sí que no hay donde cambiarlo. Si no te gusta algo  del interior,  pues simplemente decir que esto más mal que bien  no tiene arreglo. Ni pagando ni sin pagar. Te lo resuelves tu solita o solito, o lo asimilas para siempre prudentemente y sin mayores aspavientos.

En fin, parece que después de estos pensamientos tortuosos, he llegado a la funesta conclusión o mejor dicho a la maravillosa conclusión, que el traje es lo de menos, pese a quien le pese, y el interior es lo de más. Por ello, una servidora tratará en la medida de lo posible de cuidar lo segundo con más celo y entrega que lo primero, que tampoco es caso de descuidar, ya que cuando te duele una muela ves el cielo las estrellas y las constelaciones enteras y yo con ver el suelo por el que camino cada día ya tengo suficiente.
©Concha González.




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