LA DIGNIDAD
Hubo un tiempo no tan lejano (ojos que aún miran a mis ojos lo corroboran) que las personas ancianas trabajaban a lo largo de toda su vida, como y cuanto podían. Solían acabar sus días amparadas por hijos, nietos o algún otro familiar que se prestase en caso de necesidad.
Como y cuanto podían.
Dicen esos ojos que aún miran a los míos, que el señor Gaspar recogía nueces o peras o higos (antes no se preaba nada) caídas de los árboles del huerto mientras se sostenía con su cacha de fresno para mantener el equilibrio y no caer, pues carecía de la pierna derecha desde hacía años, secuelas de la guerra. Las otras, las no caídas, las alcanzaba con sus manos enfermas de artrosis severa con una facilidad de experto. Dicen también, de como algún otro de su quinta permanecía sentado al sol duro y recio del invierno leonés escogiendo habas, garbanzos, lentejas... pelando pollos, escachando patatas, afilando con la piedra la guadaña… normalmente los más flojos de salud.
Dicen que en el caso de las mujeres el asunto se afanaba sol para empeorar. La señora Domitila ciega de glaucoma (se sabe ahora), fregaba cada día (era la encargada oficial de dicha faena) la vajilla familiar cuidadosamente, tan cuidadosamente que se enorgullecía ante todas sus vecinas de no haber resbalado jamás plato alguno, pues no era caso de perder la loza por torpeza. Sus dedos repasaban cada borde, cada hueco, siempre meticulosamente, con el fin de que con su esmero la hiciese brillar como la luz que no veía.
Dicen que la señora Everilda cultivaba un huerto que surtía de condumio a la familia y a las bestias más pequeñas de la casa y que murió con ella justo al mismo tiempo. Pasaba de los ochenta.
La señora Agripina nunca supo de descansos. Cuidaba de sus ocho nietos, como casi no había podido cuidar de sus nueve hijos.
La señora Rogelia atendía el puesto de verduras en el mercado del pueblo diariamente, todas y cada una de las mañanas que le pertenecieron, ni una más ni una menos.
Hubo un tiempo no tan lejano, que parece pretende volver a restaurarse, como si solo hubiera huido a descansar de sus disparates brevemente, como si el sillón de la indolencia lo reclamara nuevamente a su servicio.
Hubo un tiempo que parece pretender volver con sus disparates.
Concha González.©
©Imagen de la red.
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