sábado, 6 de diciembre de 2014

el cochecito leré



EL COCHECITO LERÉ
En memoria de mi tía Rosario
(Año 1973)

Llegado este tiempo de turrones y guirnaldas, pasaba las tardes con la nariz pegada a los escaparates de mi pequeña ciudad de provincia.  Cada día la tecnología era mayor y los juguetes ya se iban acercando cada vez más a aquellos que mi hermano, el de Alemania, me traía de sus viajes. Aun así, todo aquello de las pilas, los cables, las bombillas luminiscentes de respuestas acertadas o las voces cacofónicas de aquellos muñecos zombis, no era lo mío. Mi gusto se decantaba hacia algo más humano, más cercano a la realidad de la vida, algo que pudiera manejar a mi antojo y no a la inversa.

Me enamoré de él la primera vez que lo vi. Apenas si alcanzaba a asir su agarradero correctamente, debido a mi baja estatura. Sus tonos melocotón me parecieron un espectáculo digno de los más afortunados del mundo, y así, como la más afortunada del mundo me sentí, cuando acaricié por primera vez  su capota estirada anti lluvias, así me sentí mientras paseaba por  casa sin tener muy claro si lo soñaba o, si finalmente, me pertenecía.
Después llegó el bebé llorón y todos sus ajuares: almohada, colchón, sabanitas, colcha… todo impecable y perfecto, producto de unas manos impecables y perfectas, las de mi tía Rosario que en paz descanse.

Despertaba en la madrugada para dar el pecho al bebé, después lo arrullaba hasta que se dormía, faena harto difícil en la mayoría de las ocasiones según mi propio criterio, hasta que un buen día acabé cayendo  en la cuenta de que mi pobre pequeño padecía de un frío torturador en sus  rígidos pero logrados  pies. En esa ocasión, mi querida tía, después de encargarla mis desvelos, tuvo a bien tejerle unos patucos diminutos y perfectos, todo siempre perfecto.
Más tarde, una vez más gracias a la tecnología, apareció el biberón mágico, el gran invento de la época. La leche aparecía y desaparecía según demanda. Este no fue cosa de mi tía Rosario, fue cosa de mi madrina que a pesar de lo avanzado de su edad gustaba de estas chiquilladas como la que más. Me quitó un gran trabajo de encima, pues eran muchos los voluntarios que se prestaban para el condumio, con tal de experimentar el misterio de la desaparición y reaparición.

El día de navidad, cayó una gran nevada. Yo quise pasear a mi bebé por la calle pero me percaté de que el frío que cortaba mis orejas, no podía ser bueno en modo alguno para el pequeño recién nacido eterno, y así fue como una vez más, apareció una manta de pata de gallo en tonos negros y blancos (casualmente de la misma tela de un recorte para una falda de mi madre) producto de las manos de mi abnegada y mencionada tía y a la que, por supuesto, adoraba hasta la saciedad.

Era real. Todo era real. Mi precoz maternidad a los cinco añitos, la dedicación absoluta hacia el recién nacido, los cuidados, el orgullo de madre, los besos, la preocupación… hasta un punto tal, que conservo en perfecto estado de revista todas y cada una de las cosas mencionadas: el cochecito, el bebé, la manta de pata de gallo, la ropita, la colcha… y sobre todo, el recuerdo  intacto de mi amada tía Rosario tejiendo para mí, enseñándome a querer, a hacer las cosas por mí misma, a disfrutar de una de las mejores etapas de la vida: la niñez.


Era real. Sí, muy real.

©Concha González.