LOS REYES MAGOS
Aquel era el año 1973. Los Reyes Magos se acercaban en unas magníficas carrozas ornamentadas con luces y telas de colores, las cuales se movían con la suficiente parsimonia y disciplina para que todos alcanzáramos el sueño de admirarlas profundamente. Los tres llevaban su correspondiente paje y estos lanzaban caramelos, serpentinas y unas tiras de papel coloreado que todos los niños nos empeñábamos, a empujones, en rescatar desde los aires, para más tarde jugar
a hacernos pulseras y collares en zigzag.
Yo tenía un abrigo azul marino que me valía para todas las
ocasiones, (escuela y días de fiesta) y en cuyos bolsos, una vez finalizada la cabalgata, no habría de caber ni una
serpentina más. Los caramelos que atropaba se los iba dando a mi madre que, con cara de
satisfacción, iba atesorando en su suave bolso de antelina, y que acabarían olvidados para
siempre en ese mínimo espacio existencial, ya que dichos dulces nunca me gustaron. Las tiras de papel coloreadas las iba enredando alrededor
del cuello y de los brazos hasta parecer un árbol de Navidad andante, pero las
serpentinas tendría que esconderlas a hurtadillas para que mi madre no me las
hiciera tirar al suelo, alegando que le ponía la casa perdida de
papelines, y que, al final, acabaríamos cenándolos de guarnición.
Ese día mi prima Piedad no estaba conmigo y eso era algo extraño. Pregunté
por ella y me dijeron que estaba en una de las carrozas disfrazada de paje, creo, (no
recuerdo bien) pero lo que sí recuerdo (una vez localizada) es con qué ímpetu y seriedad lanzaba a diestra y siniestra las susodichas serpentinas y los tan ansiados caramelos desde una de las carrozas. Las tiras se le resistían, pues su manejo requería de una fuerza y maña que la una niña tan pequeña aún no tenía.
Más tarde, ya entrada la noche, los reyes y toda
su comitiva llegaron a la plaza mayor, para descender de sus carruajes hasta adentrarse en el ayuntamiento.
Yo fui arrastrada con mano firme hacía el primer piso, siempre detrás
de sus majestades y su séquito, hasta
llegar a una sala inmensa repleta de viandas varias, refrescos de naranja y
cola (acceder en aquellos años un refresco de naranja o cola no era asunto
baladí) y distintos dulces navideños.
Yo no perdía de vista a mi prima, la cual se movía como pez en el
agua a través de toda esa gente. De
repente, alguien me invitó a sentarme a esa larga y ornamentada mesa que
ocupaba toda la estancia. Los reyes la presidían con orgullo de reyes; con sus trajes bordados
y relucientes, sus guantes blancos y sus anillos de colores, y esas capas largas hasta los pies y reborde de peluche... y, a mí, increíblemente, me habían invitado a sentarme cerca de ellos. Mi madre
soltó mi mano esperando que yo me lanzase detrás de mi prima (con la que compartía por costumbre media vida) y de los refrescos cuanto menos, pero yo: ni reyes ni prima ni nada. Solamente deseaba abandonar la honorable estancia lo más deprisa posible, llegar a casa con mis
serpentinas, (engrosando mis bolsillos) y mis tiras de papel, (ganadas dignamente en ardua batalla), y perder de vista a esos señores tan grandes que vestían de esa forma tan rara, y que, para colmo de males, me inspiraban un miedo atroz, sobre todo aquel pintado de negro tizón que cuando sonreía parecía que le salía
sangre de la boca.
Así que así y de ese modo tan sencillo, fue como perdí la única e irrepetible oportunidad de compartir
mesa con sus majestades de oriente. Oportunidad que jamás se me ha vuelto a presentar, he de decir.
©Concha González.
Imagen de la red.