BAJADA DE BANDERA
Las venas y arterias de la gran ciudad estaban colapsadas.
Coches, autobuses, motos, semáforos así como toda clase de artilugios móviles
pensados y fabricados para acercarnos las inevitables distancias, pululaban de
un lado para otro vertiginosamente, como si la vida que no poseían les fuera en
ello. Ante esa situación no quedaba otra que coger un taxi. Coches de alquiler
con conductor incorporado que por un precio razonable te transportaban al punto
elegido en tiempo y forma. Yo ya nunca sacaba el coche del garaje. Para que.
Era materialmente imposible tratar de conducirlo en esa ciudad de locos.
La última vez que lo intenté me lo llevó la grúa, la anterior alguien
me rompió el espejo retrovisor, en otra ocasión me robaron la
documentación y así sucesivamente. Por todo ello había claudicado desde hacía
mucho tiempo de sacarlo a la calle.
Alcé la mano y un taxi paró casi de inmediato a mi lado.
Siempre me sorprendió el modo de funcionamiento de este sistema de
comunicación. Europa, Asia, África, América y Oceanía utilizando un lenguaje
único por fin, un lenguaje donde el castigo por lo de la torre de Babel
no había llegado. Curioso sistema este del alzado de mano. Puro uso del sentido
común del que hacemos gala los humanos en un simple gesto para contratar con
otra persona un servicio, en este caso en concreto un viaje. Sentido común que
es el más común de los sentidos. De repente recordé algo. Había salido a toda
prisa del estanco porque no tenía con que pagar el tabaco. Había olvidado la
cartera en casa por la mañana temprano y por ello no había podido tomar mi
consabido café con leche y porras de media mañana. Por el mismo motivo no había
podido fumar mi habitual cigarrillo después del consabido café con
leche y porras de media mañana, y para colmo había tenido que caminar durante
media hora para llegar al trabajo, con lo que lógicamente había llegado
media hora tarde. Ahora me encontraba sentado en un taxi que no podía pagar
porque al llegar al trabajo recordé que había sido despedido por falta de
puntualidad hacía ya meses y que no ya tenía empleo, pero sí una
hipoteca que pagar, tres hijos, una ex esposa así como una pequeña deuda
de juego, con lo que aunque fuese a por la cartera, esta estaría vacía y seca
como la mojama. Pero había sido bonito ver como el taxi obedecía atentamente al
alzado de la mano, había sido muy bonito acariciar su asiento y entablar una
pequeña conversación a través del cristal separador con su conductor, ver bajar
la bandera y recordar aquellos tiempos en los que fue una persona normal tratando
de llegar puntual al trabajo y no el fracasado en el que se había convertido.
Recordó también que su coche ya no estaba en el garaje, pues ya no tenía ni casa
ni garaje, ni por supuesto coche y que su mujer se había llevado a sus
hijos lejos, muy lejos, pero no sabía muy bien adonde y entonces se dio cuenta
de que el taxista le miraba apenado mientras le decía: “Juan, es la última vez
que te saco de aquí. La próxima vez será lo que Dios quiera...”
En un rapto de lucidez observé que ese hombre se parecía a
mi hermano, su coche no era un taxi, y que la jeringuilla que sostenía en su
mano hacía muy pocos segundos la había sentido clavada en mi brazo.
Concha González©
No hay comentarios:
Publicar un comentario