jueves, 26 de abril de 2012



BAJADA DE BANDERA

Las venas y arterias de la gran ciudad estaban colapsadas. Coches, autobuses, motos, semáforos así como toda clase de artilugios móviles pensados y fabricados para acercarnos las inevitables distancias, pululaban de un lado para otro vertiginosamente, como si la vida que no poseían les fuera en ello. Ante esa situación no quedaba otra que coger un taxi. Coches de alquiler con conductor incorporado que por un precio razonable te transportaban al punto elegido en tiempo y forma. Yo ya nunca sacaba el coche del garaje. Para que. Era materialmente imposible tratar de conducirlo  en esa ciudad de locos. La última vez que lo intenté  me lo  llevó la grúa, la anterior alguien me rompió el espejo retrovisor, en otra ocasión me  robaron  la documentación y así sucesivamente. Por todo ello había claudicado desde hacía mucho tiempo de sacarlo a la calle. 
Alcé la mano y un taxi paró casi de inmediato a mi lado. Siempre me sorprendió el modo de funcionamiento de este sistema  de comunicación. Europa, Asia, África, América y Oceanía utilizando un lenguaje único por fin, un lenguaje donde el castigo por lo de  la torre de Babel no había llegado. Curioso sistema este del alzado de mano. Puro uso del sentido común del que hacemos gala los humanos en un simple gesto para contratar con otra persona un servicio, en este caso en concreto un viaje. Sentido común que es el más común de los sentidos. De repente recordé algo. Había salido a toda prisa del estanco porque no tenía con que pagar el tabaco. Había olvidado la cartera en casa  por la mañana temprano  y por ello  no había podido tomar mi consabido café con leche y porras de media mañana. Por el mismo motivo no había podido fumar mi  habitual cigarrillo después  del consabido café con leche y porras de media mañana, y para colmo había tenido que caminar durante media hora para llegar al trabajo, con lo que lógicamente  había llegado media hora tarde. Ahora me encontraba sentado en un taxi que no podía pagar porque al llegar al trabajo recordé que había sido despedido por falta de puntualidad hacía ya  meses y que no ya tenía empleo, pero sí  una hipoteca que pagar, tres hijos, una ex esposa así como  una pequeña deuda de juego, con lo que aunque fuese a por la cartera, esta estaría vacía y seca como la mojama. Pero había sido bonito ver como el taxi obedecía atentamente al alzado de la mano, había sido muy bonito acariciar su asiento y entablar una pequeña conversación a través del cristal separador con su conductor, ver bajar la bandera y recordar aquellos tiempos en los que fue una persona normal tratando de llegar puntual al trabajo y no el fracasado en el que se había convertido. Recordó también que su coche ya no estaba en el garaje, pues ya no tenía ni casa ni garaje,  ni por supuesto coche y que su mujer se había llevado a sus hijos lejos, muy lejos, pero no sabía muy bien adonde y entonces se dio cuenta de que el taxista le miraba apenado mientras le decía: “Juan, es la última vez que te saco de aquí. La próxima vez será lo que Dios quiera...”
En un rapto de lucidez observé que ese hombre se parecía a mi hermano, su coche no era un taxi, y que la jeringuilla que sostenía en su mano hacía muy pocos segundos la había sentido clavada en mi brazo.
Concha González©

No hay comentarios:

Publicar un comentario