viernes, 27 de abril de 2012


LA CURIOSIDAD MATÓ AL GATO

Podía oírla claramente desde mi interior. Ese interior que todos tenemos y que parece solo tuyo, pero que al final de los finales nunca es así y acaba  perteneciendo también al mundo.
En el exterior reinaba una sinuosa ley, "La Ley del Silencio",  tan solo rota de vez en cuando por unos llantos ahogados que simulaban  no expresar nada tras su mutis, pero que  aullaban, gritaban y clamaban tras su silente existir, todo lo que tú quisieras escuchar. Y yo quería escuchar, quería saber qué atormentaba a esa persona que a lo largo de meses y meses de compartir faena conmigo se había convertido en una buena amiga para mí y mi familia, quería ayudarla mientras una conciencia algo sabelotodo de mí mismo nombre me llamaba cotilla tediosa y espía del tres al cuarto.
Pero mi interior conseguía alzar su voz tapando la de mí escudriñadora conciencia  para  decirme suavemente al oído:
Sus ojos caídos anuncian vergüenza.
Sus manos nerviosas expresan cautela.
Sus mejillas pálidas gritan un dolor que el mundo casi nunca comprende en toda la inmensidad con el que atormenta.
Su mesa contigua a la mía, exhalaba circunstancias, casi todas adversas. Y yo, mientras tanto, alcanzaba a sentirlas pululando por mis alrededores. Confinarme en mis cuatro sentidos, dentro, fuera, arriba y abajo y esperar. En casa me aconsejaban no inmiscuirme, no intervenir donde nadie me había llamado, no destapar lo que a lo mejor o peor no existía excepto en una imaginación ávida de emociones. Aún con todo eso, yo no podía por menos de espiar, augurar y barruntar que algo secreto y mórbido se ocultaba bajo esos ojos, manos y mejillas. Algo oculto bullía bajo esa superficie de mujer perfecta, eficiente, metódica, atractiva…y yo podía olerlo, tocarlo, palparlo y si era necesario aplastarlo. 

Fue un buen día que tuvo que irse de repente debido, según sus propias palabras, a una  súbita indigestión cuando aproveché para seguirla. Por supuesto fingí una salida absolutamente necesaria al banco. Cogí unos papeles cualesquiera, los metí en mi carpeta y procedí  a pisarla casi literalmente los talones. La persona objeto de  mi investigación bajó a la calle, cruzó de acera, volvió la esquina, entró en un bar, pidió un café, miro su reloj tres veces y tres veces suspiro. Fue, supongo, al baño, bostezó y por fin pagó. Sonreí para mi interior. Primera pista descubierta: no estaba indispuesta. Nadie se toma un café con una indigestión ni anda de bares tan frescamente en semejantes circunstancias. Habría sido una farsa, una escusa para escabullirse del trabajo a media mañana.
Salió del bar y siguió taconeando por todo lo largo  de la calle hasta llegar al final de la misma. Allí se paró y encendió un pitillo. Prosiguió su caminata hasta llegar a una fuente de la que bebió un sorbo de agua. Continuó hacía abajo hasta desviarse, y yo con ella, casi por completo de la ciudad. Sonreí de nuevo. Segunda pista: se aleja de la ciudad por alguna razón de peso. Llegados a este punto comencé a sentir una curiosidad alarmante, casi imposible de soportar, una subida de  impetuosa adrenalina  que  se  entremezclaba homogéneamente con un miedo incipiente próximo a manifestarse, pero aún enjaulado por en el sentimiento morboso del cotilleo más exacerbado, la sutilidad de la astucia y la precaución de la  sensatez.

Y aquí finaliza esta historia. Mi historia. La  historia de una mujer felizmente casada, buena compañera, trabajadora hasta la extenuación, aunque eso sí, un poco curiosa. Así fue como descubrí que mi marido me engañaba con otra, mi compañera de mesa contigua. Así fue como  dejé de hablarme con mi compañera de mesa contigua. Así fue como me despidieron del trabajo alegando deslealtad hacia la empresa por  abandono de puesto con mentiras y engaños en plena jornada laboral. Lo único satisfactorio de todo este asunto es que una empresa de detectives privados  me ha puesto a prueba para seguir a parejas que no gozan lo que se dice de plena confianza y creo que me va a ir muy pero que muy bien.

Concha González©

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