sábado, 11 de agosto de 2012



 LAS  CATACUMBAS 

Creo firmemente que la actividad laboral a la que uno se dedica, pasa factura más pronto que tarde.  Cuando me refiero a lo de pasar factura me refiero a que el saber estar, el comportamiento, los pensamientos, el día a día... Todo acaba circulando en una misma dirección. En fin, supongo que hay que saber o aprender a separar tu vida laboral de la personal, pero a veces son tantas horas de tu tiempo inmersa en una determinada actividad que la mente en ocasiones no consigue parar quieta y  se evade, vuela, se pierde...
¿Pueden imaginarse a un tanatoestético tratando de aconsejarte sobre el último grito en sombra de ojos?
 O quizás a un médico especializado en ginecología tratando de hacerte un tacto vaginal mientras hacéis el amor.  Dicho así resulta irrisorio pero se me ocurre que esta pequeña observación sobre el trabajo casa con algo que me ocurrió en un viaje que hice a  Roma hace un tiempo... 

Todo comenzó con una visita a las catacumbas. Visita obligatoria para todos aquellos que planeen descubrir esta idílica ciudad. Una amiga y yo decidimos que las catacumbas romanas, famosas en el mundo entero, eran merecedoras de hacer un dispendio de tiempo de al menos  una mañana entera de merodeo por sus lúgubres pasadizos. Acordamos madrugar para estar allí a primera hora. Consultamos a Don  Internet los horarios y  nos  informó de que a las nueve empezaban  las primeras visitas. 
Desde el exterior nadie  podía presagiar lo que se  podía descubrir una vez traspasada esa puertecita  que limitaba el acceso directo a las entrañas de la tierra.
Dado que las catacumbas son subterráneas, el verde y poblado jardín que engalanaba los alrededores no daban ni la más mínima idea de los siniestros pasadizos que subyacían justo debajo. 
Una vez dentro sacamos ticket. Alguien nos pregunto por nuestro idioma y al grito de españolas se nos fue asignado un atractivo peruanito de piel oscura  pelo azabache y bellos  labios  para lo que fuese menester. Quedamos algo impresionadas por el trato ya que en ningún otro sitio se nos había regalado con el ticket de entrada a una persona de carne y hueso hispano parlante para explicar de viva voz todo lo que allí, siglos atrás, había sucedido amén de despejar todo tipo de dudas que se nos pudieran presentar y sin límite de tiempo. Baste como ejemplo decir que nos quedó bien claro el que allí no moraban los cristianos perseguidos por los césares, por que "como muy bien podíamos observar, no había ni un solo rayo de sol que zainamente consiguiera colarse tras esas férreas paredes de tierra semi mojada y mal oliente".
En ese espacio de varios pisos de altura tan solo podías encontrar tumbas, ninguna otra cosa que no fuese un tétrico templo mortuorio y miles de pequeños huecos sutilmente adaptados al tamaño del finado en cuestión. Pude constatar que todos me parecieron pelín pequeños. Es decir, que el ser humano ha evolucionado a lo alto o bien que casi todos los allí depositados fueron niños, lo cual fue inmediatamente descartado por mi querido guía de carne y hueso al salto de mi ingenua pregunta.
"No. No solo yacieron niños, también adultos e incluso familias enteras como claramente puede apreciarse en algunos de los espacios  más grandes que se entre mezclan con los pequeños". "Incluso, cómo no, se disciernen a la perfección los adornos meritorios de la clase alta" (da la risa hablar de clase alta en esas circunstancias de persecución, pero el ser humano es así de esnob).

Bueno, hasta ahí todo normal  sino fuera por las miraditas que comencé a sentir anexadas a mi espalda, sobre todo hacia ese lugar donde esta  pierde su propio nombre, provenientes todas ellas de mi moreno peruanito. 
¡Vaya! pensé, tiene ganas de juerga... Tantas horas aquí metido...
Yo, ante ese escenario de muerte, oscuridad y frío (juro que hace un frío de muerte ahí abajo)  dudé entre seguirle el juego o hacerme la loca ante lo  inapropiado del lugar y de la situación. Seguirle el juego por lo morbótico del asunto y hacerme la loca por exactamente lo mismo. No sé, en la cultura española siempre se ha sentido un respeto especial por la muerte y sus entresijos y me consta que en la cultura sudamericana también. Además a medida que bajabamos de piso el aire comenzó a escasear de manera evidente  y una persistente claustrofobia comenzó a amenazar mi psico de forma dramática.
Y ocurrió.
Repentinamente sentí sus labios sobre los míos,  sus brazos abrazándome (valga la cariñosa redundancia), mientras lanzaba mi nombre al aire, y me sentí tan bien  que le devolví el beso, el abrazo y me oí a mi misma susurrando entre dientes algo así como...peruanito ardiente...
Entonces escuché otra voz que me nombraba, una voz que me era muy familiar, menos grave y un poco impertinente. Era Paula, mi amiga llamándome a gritos entre asustada y avergonzada por mi patético comportamiento. 

Después ya en el exterior, con la cálida luz del sol, con ese oxígeno que todos merecemos para vivir  y una reprimenda de no te menes de Paula, me alegré de estar en una parte del mundo a la que casi con toda probabilidad no volvería jamás y supuse que todos los espectadores que tuve o pude haber tenido (creo que cuatro o cinco bajaron a ayudar) me mencionarían en algún momento de sus vidas y se reirían de lo lindo todos a mi cuenta.  Pues ¡Qué les aproveche el rato!

¡Ay que ver!,  lo que hace la anoxia  o falta de oxígeno en una mente humana, y sobre todo lo que hace que a una la haya plantado el novio de toda la vida pocos meses antes de la boda con absolutamente todo preparado  por una venezolana de culito prieto de veinticinco años (diez  menos que la que suscribe)  sin ninguna  explicación.

Nota aclaratoria del autor: Sé a ciencia cierta que el inicio del relato no tiene mucho que ver con su final, pero es mi relato.  Decir a mi favor tan solo una cosita y es la de que desde  mí estado catatónico de semi inconsciencia (estado en el que entré por la falta de aire y la claustrofobia de la que siempre he adolecido de manera exacerbada, por si alguno aún no había caído en ello),  el peruanito y yo nos metíamos mano en uno de los huecos mortuorios, eso sí, de los familiares y eso sí también, de los de la clase alta. Faltaría más.

©Concha González.

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