LA
CURIOSIDAD MATÓ AL GATO
Podía oírla claramente desde mi interior. Ese interior que todos
tenemos y que parece solo tuyo, pero que al final de los finales nunca es así y
acaba perteneciendo también al mundo.
En el exterior reinaba una sinuosa ley, "La Ley del
Silencio", tan solo rota de vez en
cuando por unos llantos ahogados que simulaban no expresar nada tras su
mutis, pero que aullaban, gritaban y clamaban tras su silente existir,
todo lo que tú quisieras escuchar. Y yo quería escuchar, quería saber qué atormentaba a esa persona que a lo largo de meses y meses de compartir faena conmigo se había convertido en una buena amiga para mí y mi familia, quería ayudarla
mientras una conciencia algo sabelotodo de mí mismo nombre me llamaba cotilla
tediosa y espía del tres al cuarto.
Pero mi interior conseguía alzar su voz tapando la de mí escudriñadora conciencia para decirme suavemente al oído:
Sus ojos caídos anuncian vergüenza.
Sus manos nerviosas expresan cautela.
Sus mejillas pálidas gritan un dolor que el mundo casi
nunca comprende en toda la inmensidad con el que atormenta.
Su mesa contigua a la mía, exhalaba circunstancias, casi
todas adversas. Y yo, mientras tanto, alcanzaba a sentirlas pululando por mis alrededores. Confinarme
en mis cuatro sentidos, dentro, fuera, arriba y abajo y esperar. En casa me
aconsejaban no inmiscuirme, no intervenir donde nadie me había llamado, no
destapar lo que a lo mejor o peor no existía excepto en una imaginación ávida
de emociones. Aún con todo eso, yo no podía por menos de espiar, augurar y
barruntar que algo secreto y mórbido se ocultaba bajo esos ojos, manos y
mejillas. Algo oculto bullía bajo esa superficie de mujer perfecta, eficiente,
metódica, atractiva…y yo podía olerlo, tocarlo, palparlo y si era necesario
aplastarlo.
Fue un buen día que tuvo que irse de repente debido, según
sus propias palabras, a una súbita indigestión cuando aproveché para seguirla.
Por supuesto fingí una salida absolutamente necesaria al banco. Cogí unos
papeles cualesquiera, los metí en mi carpeta y procedí a pisarla casi
literalmente los talones. La persona objeto de mi investigación bajó a la calle, cruzó de acera, volvió la esquina, entró
en un bar, pidió un café, miro su reloj tres veces y tres veces suspiro.
Fue, supongo, al baño, bostezó y por fin pagó. Sonreí para mi interior. Primera
pista descubierta: no estaba indispuesta. Nadie se toma un café con una indigestión
ni anda de bares tan frescamente en semejantes circunstancias. Habría sido una farsa, una escusa para escabullirse del trabajo
a media mañana.
Salió del bar y siguió taconeando por todo lo largo de la
calle hasta llegar al final de la misma. Allí se paró y encendió un pitillo. Prosiguió su caminata hasta llegar a una fuente de la que bebió
un sorbo de agua. Continuó hacía abajo hasta desviarse, y yo con ella, casi
por completo de la ciudad. Sonreí de nuevo. Segunda pista: se aleja de la
ciudad por alguna razón de peso. Llegados a este punto comencé a sentir una
curiosidad alarmante, casi imposible de soportar, una subida de impetuosa adrenalina que se entremezclaba homogéneamente
con un miedo incipiente próximo a manifestarse, pero aún enjaulado por en el
sentimiento morboso del cotilleo más exacerbado, la sutilidad de la astucia y la precaución de la sensatez.
Y aquí finaliza esta historia. Mi historia. La historia de una mujer felizmente casada, buena
compañera, trabajadora hasta la extenuación, aunque eso sí, un poco curiosa.
Así fue como descubrí que mi marido me engañaba con otra, mi compañera de mesa
contigua. Así fue como dejé de hablarme con mi compañera de mesa
contigua. Así fue como me despidieron del trabajo alegando deslealtad hacia la
empresa por abandono de puesto con
mentiras y engaños en plena jornada laboral. Lo único satisfactorio de todo
este asunto es que una empresa de detectives privados me ha puesto a prueba para seguir a parejas
que no gozan lo que se dice de plena confianza y creo que me va a ir muy pero
que muy bien.
Concha González©